Reconozco el valor de las máscaras cuando suponen una reinvención fascinante; también la honda y salvadora frivolidad de la que reniegan aquellos con la seriedad del burro; y me divierten los fuegos de artificio que suponen un encantamiento. Pero me niego a tragar la cultura colorante y falsamente igualitaria que no es chicha ni limoná, la que te da gato por liebre y no aporta sabor ni placer al cuerpo o al espíritu.

Por eso mismo –extrapolando la cuestión a la buena mesa—cuando pido un arroz allá donde voy siempre aviso “¡Sin colorante!”. Me da igual que tenga un tono albino y que muchos colegas pitiusos despotriquen contra mi intransigencia mientras defienden ese fake llamado avión. Si ellos han cambiado sus costumbres ancestrales, ¿qué culpa tengo yo?

Desde los tiempos fenicios en Pitiusas cada casa cultivaba su propio azafrán, una planta legendaria, digestiva y gozosamente afrodisíaca. Pero tan buena tradición menguó hará un par de generaciones, con la invasión del colorante que tantos fanáticos cuenta actualmente, los cuales necesitan ver sus arroces color fosforito aunque no aporte nutriente ni sabor alguno, tan solo un ardor nada sensual.

Pero afortunadamente algo está cambiando. Cuando solté la habitual diatriba a mi amigo Toni de Can´Ta, en Santa Gertrudis, pude observar que se le encendían los ojos. Por un momento pensé que me mandaría a paseo o incluso que a grito de Uc soltaría un mandoble corsario. Pero el bravo Toni es un sibarita que conoce las bondades del azafrán mejor que este vanidoso cronista y, con cortesía ibicenca (también es ancestral), marchó en busca de la flor maravillosa para cocinar él mismo el mejor arroz que he probado en este verano de juegos prohibidos.

Lo bueno siempre prevalece.