Jesús Turel, periodista de Periódico de Ibiza y Formentera, recientemente fallecido.

Dónde van las sonrisas cuando la vida se nos acaba? ¿En qué rincón descansan las arrugas suaves, las carcajadas certeras y los abrazos de quienes nos abandonan de repente dejándonos un poco más huérfanos? ¿Qué luz bañará ahora las miradas cómplices de Jesús, de Santi o de Rai? ¿Cómo olvidar los vinos furtivos al amparo de la luna o tras una tertulia de radio?

El 56 nunca más será un número y Bellamar, tras perder la música de su nombre, suena hueco. No he sido capaz de volver a hundir mis pies en su arena para pedir los platos de siempre, acompañados de una disculpa por haber olvidado reservar a tiempo. En sus casas siempre había una mesa para nosotros, perras incluidas, a pesar de los refunfuños, y varios chupitos para compensar los sinsabores del día.

Con Jesús todo era sencillo y sincero. Repaso nuestros últimos mensajes bañados de emoticonos y de palabras como “telepatía” o “hermosa”. Él nunca eludía una polémica, una noticia o un saludo El lugar de las sonrisas apagadas y valoraba el trabajo bien hecho con la objetividad de los toreros que se conocen bien todas las plazas.

Algo ocurre cuando la gente se marcha sin decir adiós; que no nos creemos del todo que ya no sigan entre nosotros. En nuestra película mental se queda grabada una escena, la que decidamos escoger entre el racimo de instantes que compartimos, y en ella nuestros fantasmas siempre aparecen sonriendo.

Allí, en ese cine interior, también crujen las risas de otros que se marcharon olvidándose las despedidas y el último consejo. Yo, que creo en las segundas oportunidades, los imagino también en la sala de al lado, volviendo a otros lugares donde continuar sus caminos, para seguir brindando, escribiendo, construyendo o nadando. Mis fantasmas no arrastran cadenas ni dolores, sino que vuelan alto para ser, sencillamente, mejores y esa ilusión me da esperanza y me espanta la pena.

Se ha escrito demasiado sobre el lugar a donde van los besos que no damos y muy poco sobre el destino que habitan las sonrisas que se cierran para siempre, porque a los hombres buenos los debemos recordar así: risueños. Quiero creer que el lugar de las sonrisas apagadas no existe y que su partitura solo necesita ser interpretada.

El otoño se nos ha colado de repente, con la furia de una tormenta y con una ausencia más para recordarnos que este verano ha sido demasiado largo, como aquellos agostos de la infancia que no acababan nunca y que parecían cien vidas.

No sé si habrá sido el calor atroz, el trabajo, la falta de descanso provocado por ese cóctel tan ácido o las cifras de amigos que se ha ido sin darnos tiempo a tomar la última copa. Nos hacemos mayores cuando los que se despiden pasado el ecuador de sus vidas nos parecen demasiado jóvenes.

Al final nos quedamos con eso, con las sonrisas, con los abrazos y con los besos que hemos dado, aunque este último año y medio estuviesen racionados y comedidos. Gracias, maestros, nos vemos en nuestra próxima vida. Mientras, en mi particular cartelera seguiréis sonriendo.