«La melancolía me mata», confesó un bolas triste en un almuerzo parisino. «¡Pues mátala tú!», respondió el dandy, sublime sin interrupción, harto de un comensal con un ego tan empalagoso. Sí, esto de la melancolía –o la saudade– debe tener un cierto límite, a no ser que te pases la vida con un corazón de samba entre garotas. Pero si quieres ser feliz, no te enamores de nadie que no te corresponda.

Ciertamente hay mañanas en que la resaca es tan monumental que una cierta saudade se adueña de todo el cuerpo y escribir semeja un haraquiri. Uno recurre a todos los trucos y desayuna cinco huevos fritos con sobrasada acompañados por alguna botella de champagne. Luego viene el jarrón Ming lleno de Bloody Mary doble de todo menos de tomate, un doble corona de Vuelta Abajo, pastís isotónico, tequila y cantos a la Malinche, un gin Xoriguer con gusto a resina pánica… ¡Pero todo es en vano entre los falsos gozos de la ebriedades, que nos recuerdan con insistencia nada anestesiada aquel perfume de las lilas con que nos azotaba nuestra caprichosa amada!

Entonces recuerdo los versos de Li Po: «En vano partimos el agua del torrente con el hierro,/ en vano bebemos para ahogar la pena./ Cuando el deseo humano está en guerra con el destino,/ solo vale una cosa, y solo una: / ¡izar velas y dejar que el viento y el agua nos lleven!».

Así que embarco al rumbo de mi capricho y con una bodega bien repleta, pues jamás voy de competidor regatista. Y entonces pienso que el raor, esa tornasolada piraña pitiusa, lleva un mes de temporada y las masas turísticas, que le llevan la contraria, han regresado a sus esclavitudes laborales. Y la sonata de otoño toca para mí.