Irrumpí en el Palacio de Congresos de Santa Eulalia ataviado con un pareo somalí y un jersey de cachemira. Una amable melómana me confesó que, desde las óperas transgresoras de Armin y Stuart, jamás había visto criatura tan estrafalaria en concierto alguno. Si me pilla Alba Pau, cuyo genio es temido del uno al otro confín, posiblemente me hubiera amenazado con un rodillo.

Lo cierto es llegué con la lengua fuera y bajo la lluvia después de haber pasado el día fondeado en Cap Falcó,    bañándome en aguas esmeraldinas y devorando unas bacoretas recién pescadas. El capitán, un tahúr del backgammon, las maceró con lima y pimienta en una especie de tartar con aguacate y mango. Pese a mis iniciales recelos (pensé que era un ardid a lo Borgia para sacarme las perras en el juego), debo reconocer que estaban suculentas y los dados rodaron con gusto.

Asombrosamente llegué al teatro a tiempo de perderme las palabras de mi amigo Rafael Cavestany (ya me cantará La Traviata en otra ocasión),    pero justo cuando se desplegaba la magia del Camerata Deià Quartet Piano, con el gran Alfredo Oyágüez al frente. Fue un magnífico concierto a beneficio de la APNEEF. Y, tras el clasicismo de Haydn y la ligereza de Boccherini, la sala se embriagó con los ritmos porteños de Astor Piazzolla.

Los tangos canallas y sentimentales que bailaban marinos y prostitutas en barrios de perdición me hicieron sentir tan a mis anchas, que luego peregriné al bar Costa por jamón y vino. Y encontré una al.lota que me cantó rondallas de San Miguel y me hizo bailar como si fuera un derviche, rondando hasta el Can´Ta, donde también corría el vino y la alegría de la Ibiza antigua.

Naturalmente dormí al raso soñando una milonga sentimental.