Estatua de Simón Bolívar. | Pixabay

Simón Bolívar era un señorito indiano que cultivaba con esmero su elegancia y le pareció lo máximo hacerle la guerra a España. Logró la independencia, pero su sueño de unir las Américas se fue por el desagüe de la ambición de los diferentes caciques, que no iban a cambiar a un monarca allende los mares por una autoridad más poderosa en el propio continente («Se acata pero no se cumple», era la máxima de los virreyes de entonces, hoy seguida por las taifas autonómicas). «¡Bochinche, bochinche: esta gente no sabe sino de bochinche!», sentenció Francisco de Miranda cuando sus compañeros revolucionarios le traicionaron a las tres de la madrugada.

Pero tanto las Américas como España están unidas en cultura, vicios y amores. El maravilloso mestizaje hizo la hispanidad y hoy nos movemos a uno y otro lado del charco como si estuviéramos en casa. Aquí se presume mucho de Europa, pero yo siento mucho más cercanas a Cuba o Colombia que a Suecia o Noruega. Antes que un pasaporte europeo, preferiría uno iberoamericano.

Tras nuestra fratricida Guerra Civil, el país que más nos ayudó    fue la Argentina. Nos mandaban    generosamente trigo y carne para calmar el hambre de la posguerra. Como los restos del padre del libertador San Martín estaban por Galicia, se organizó un acto para que pudieran reunirse. Naturalmente el embajador alemán confesó no entender nada. Y el genial Agustín de Foxá respondió: «Pues es muy fácil: ellos nos mandan la carne y nosotros devolvemos los huesos».

Realismo mágico de España y América. De Carpentier a Lorca y de Gabo a Valle Inclán, la hispanidad es una realidad maravillosa    que no podrán cargarse los caciques cainitas que abundan a uno y otro lado de ese océano que, antes de Colón, se creía habitado por dragones.