Un fotograma de 'El juego del calamar'.

Sin ánimo de querer parafrasear a Pablo Iglesias jactándome del ingente número de series que veo al año, he de decir que estoy bastante sorprendida por la polémica que habita en torno a ‘El juego del calamar ’.

Para quienes no sepan de qué les estoy hablando, les diré que es una producción norcoreana, con tintes de la codicia de ‘Parásitos’, matices de la falta de humanidad de ‘Los juegos del hambre’ o de la ‘La Purga’ y bañada con algunas secuencias gore tipo ‘Kill Bill’, que muestra la cara más salvaje, oscura y codiciosa del ser humano.

A pesar de que sabe mantener en vilo al espectador, no creo que merezca haberse convertido en la serie más vista de Netflix, superando a la anterior, el delicioso culebrón de guapos ‘Los Bridgerton’. Pero ya lo ven, este tipo de plataformas tienen la magia de internacionalizar contenidos y de permitir que del mismo modo que producciones españolas han hecho famosos a actores patrios en Roma o Nueva York, más de 140 millones de personas de todo el mundo hayamos sucumbiendo a esta propuesta de entretenimiento del impronunciable Hwang Donghyuk.

La fiebre por esta ficción ha llegado a tal magnitud que en una feria valenciana de productos funerarios han causado sensación las reproducciones de los característicos ataúdes con un lazo rosa de la serie. Algo extremadamente bizarro si tenemos en cuenta que la mayoría no asumimos que vamos a morir, es decir, que no dejamos una petición abonada o escrita tan friki, y que quienes terminamos pagando un funeral ajeno estamos tan bloqueados que simplemente asentimos como autómatas cuando el comercial del tanatorio de turno nos convence para que paguemos directamente la caja más cara.

Pero la polémica de ‘El juego del calamar ’ no es su trama, ni esta es una crítica televisiva; lo verdaderamente sorprendente del asunto son la cantidad de noticias aparecidas en los medios de comunicación en las que alertan de los peligros que entraña su visionado para los más pequeños. Que una serie violenta no es apta para menores de 16 años es obvio, del mismo modo que no lo es el porno, ya que se entiende que la madurez del espectador es lo que permite que diferencie la ficción y la fantasía extrema de la realidad o del placer.

Dicho esto, en esta corriente cultural de censura vestida de ‘buenismo’ en la que navegamos, la responsabilidad sobre los contenidos que ven los niños la tiene sus padres. Punto. Es en casa donde cada familia debería saber qué educación promulgar y, del mismo modo que en nuestros tiempos la sola aparición de uno o dos rombos nos mandaban a la cama con la misma potestad que nuestros progenitores, hoy se obvia que son ellos, y solamente ellos, quienes deben poner un freno a esta nueva cultura del todo incluido.

El control parental es una manera sencilla de evitar que un niño acceda a determinados contenidos en su teléfono móvil, en las televisiones modernas que así lo permiten o, incluso, en sus consolas y ordenadores portátiles. Hoy en vez de jugar al ‘hundir la flota’ matan a destajo a sus amigos en el ‘Fortnite’ y presentan cuadros de adicción a las pantallas similares a los de una droga. Por eso es importante dar un puñetazo en la mesa y recordar que la educación de los hijos es una responsabilidad exclusiva de sus padres. En los colegios se les imparten conocimientos, pero los valores y el discernimiento ético y deontológico de lo que está bien o mal, a pesar de lo simple y complejo de estos conceptos, se implanta en los hogares.

A mí no me censuren lo que veo, lo que leo o lo que escucho, aunque consideren que no es lo mejor para mí o correcto para todas las edades. Sepan que yo no transito por esta corriente de rebaño por la que nos pretenden pastorear y que los calamares me los como como quiero y cuando quiero. Así que, quien no sepa cocinarlos o no atine a pescarlos, tiene una manera maravillosa de aprender a hacerlo: leyendo mucho, que es la receta para cultivar una mente crítica capaz, incluso, de divertirse con meras series de entretenimiento.