Una imagen del West End abarrotado, antes de la pandemia.

La granizada, el frío y los cierres anuncian que la temporada de 2021 ha concluido. Hemos tenido una ocupación de entorno al 63%, cifra que dista mucho del 86% que tuvimos en 2019. El gasto turístico también se ha desplomado un 50% respecto a la última temporada pre-covid, a pesar de ser un 200% superior a la del fatídico 2020. Nos ha salvado el turista nacional, que ha gastado 56 millones de euros más que el año pasado e incluso 47 millones más que en el ejercicio de 2019.

La tendencia es positiva, pero debemos plantearnos si el objetivo es volver a unos volúmenes incompatibles con la calidad de vida. No da la sensación de que nadie haya tomado nota de nada, sino que algunos vuelven a implorar la vuelta de un turismo de masas que arrase con los escasos recursos de las islas. Una mirada cortoplacista y electoralista que sólo se enfoca en la próxima cita electoral hace que vayamos improvisando sobre la marcha y no exista proyecto a medio y largo plazo.

A pesar de los esfuerzos para potenciar otras industrias como el sector primario, no parece que haya habido una reflexión profunda sobre la necesidad de corregir nuestro rumbo para encontrar el ansiado equilibrio entre vigor económico y calidad de vida. De momento, seguimos sacrificando lo segundo.

Nuestra política turística es como una cena de Navidad en la que seguimos comiendo a pesar de estar saciados y en la que bebemos por encima de nuestras posibilidades. Sin olvidar el ocio, hagamos de Ibiza un sitio en el que el turista venga para disfrutar de la cultura, el deporte, la gastronomía o la naturaleza. Debemos poner una marcha menos para llegar seguros, preparar una comida con menos cantidad pero con mejores ingredientes para que no se nos indigesten y aprender que lujo no es sinónimo de calidad.