Decía José Saramago que siempre acabamos llegando a donde nos esperan. Desde tiempos inmemoriales evocamos caminos por los que nos conducen Moiras, Parcas, Laimas o Nornas que empujan nuestros pasos hacia un destino inexorable. Un trayecto en el que, para otros, quienes les dirigen son dioses, monoteístas o politeístas, capaces de iluminar las baldosas que pisan o, incluso, de teñirlas de dorado a base de magia y de sugestión.

Los filósofos visten este trayecto que es la vida con guijarros de sabiduría, de empatía, de pensamientos críticos o de elevación moral y espiritual, mientras que hay quienes no por agnosticismo ni pragmatismo, sino por pura inconsciencia, se lanzan al vacío al llegar a la primera curva para sentir la velocidad de la caída.

De niños apreciábamos todo a su paso. Las formas de las nubes, los colores del arcoíris, las gotas de lluvia repiqueteando sobre una piedra, cada olor o la delicada forma en la que los insectos se posaban sobre una flor. Mientras buscábamos en nuestra pequeña cartera de palabras la forma de expresarnos, contemplábamos absortos el baile de una abeja libando, cómo caminaban las mariquitas entre nuestros dedos o la forma perfecta en la que un grupo de hormigas devoraba los cadáveres de nuestros bocadillos.

De pequeños lográbamos que las tardes más aburridas se convirtiesen en escenarios de teatro; improvisábamos cuentos, dibujos y juegos y conseguíamos que las piezas de un tablero de ajedrez diesen vida a los protagonistas de la Guerra de las Galaxias sin esfuerzo. En el momento en el que perdemos esa capacidad de fascinación nos convertimos en ancianos, pero puede recuperarse.

Para Saramago todos estamos ciegos. Ciegos que pueden ver, pero que no miran. Miopes que se resisten a ponerse las gafas de la lucidez y que se empeñan en fijar su vista en una pantalla. En el fondo no somos tan distintos de los primeros hombres que poblaron la tierra. Débiles, frágiles y asustadizos. Nos da miedo aquello que desconocemos y desconfiamos de las personas que nos superan en agudeza, por lo que escogemos a gobernantes y a amigos mediocres para que no nos hagan sombra.

No somos sino una plaga de conquistadores de segunda que se consideran demasiado especiales, superiores y únicos como para entender que su existencia es en sí una enfermedad para la Tierra. Al final, seremos nosotros, la única especie capaz de amar, de entender la importancia de sus valles y de sus mares, quienes mutilen lo que queda de ella.

Yo no sé cómo será el lugar en el que descansarán al final del viaje nuestras almas, ni siquiera atisbo a adivinar si esta ristra de recuerdos, de vivencias y de sentimientos que nos habitan perdurará en el tiempo. Desconozco si terminaremos en un cielo, si comenzaremos de nuevo en otra vida o si, sencillamente, nuestro cuerpo se desintegrará para convertirse en abono o en alimento de bacterias. Aunque, honestamente, tampoco me importa. Sé que hoy el lugar al que acabaré llegando es aquel donde me esperan los mejores con una sonrisa y con un abrazo. Es ahí donde quiero estar, en el mundo que he creado, cuajado de mentes hábiles y de corazones cálidos.

Al final, como decía Saramago, yo «no solo escribo, sino que escribo lo que soy», y esta alegre mortal sabe llegar al lugar que le espera.