Cientos de personas se juntaron en el auditorio Caló de s’Oli, en Sant Josep, para celebrar este pasado lunes el aniversario de la Constitución. A nadie le fue requerido el pasaporte Covid y, sin embargo, el público se agolpaba en el lugar como sardinas en lata, como se dice popularmente. Choca la escena, sobre todo, porque en restaurantes con capacidad para más de 50 personas sí se debe pedir obligatoriamente. Allí, no, aun cuando la distancia entre asientos era mínima. Cierto que todos los presentes usaban mascarilla. Bueno, no todos... hubo un miembro de Protección Civil a quien se pudo ver sin ella durante algunos minutos, hasta que alguien -o quizá él mismo- decidió que era hora de ir a buscar una para no desentonar con el resto del personal. Esta es una -pero sólo una- de las incongruencias de las leyes que se han generado por la expansión del coronavirus. Sin ir más lejos, a nadie se le ocurre que sea obligatorio entrar a un bar con mascarilla pero que, en el momento de sentarse y pedir la comida, uno se la pueda quitar, como si a la mesa el bicho decidiera que es mejor no contagiar, o que en ese momento es incapaz de hacerlo. Porque, seamos francos: si, en realidad, sólo está permitido quitársela en el momento exacto de comer y beber, prácticamente todo el país está incumpliéndola y debería ser multado. Probablemente por tratarse de una enfermedad desconocida hasta hace bien poco, los gobernantes han ido dando tumbos y palos de ciego en sus normas: ahora mascarilla sí, ahora no, ahora en todos lados -incluso caminando solo por la calle o en el campo-, ahora solamente en lugares cerrados. Ahora sólo se juntan convivientes, ahora menos de diez, y en un rato hasta 50. El problema de tanto cambio de ley es que provoca confusión en el ciudadano. Confusión y cansancio psicológico. Y ya llevamos bastante tiempo con el bicho como para que los gobernantes vayan estableciendo unas leyes que sean más o menos duraderas y que el ciudadano pueda tener claro a qué atenerse.