Nos hemos convertido en la sociedad con mayor acceso a la información y la más incapaz de hacer un buen uso de ella. Nos creemos las fake news, nos dejamos llevar por titulares engañosos, nos informamos por esa ciénaga llamada twitter y todo ello nos lleva a juzgar con prejuicios, a quedarnos con la soflama sin profundizar en la idea y a escapar de todo aquello que requiera pensar más de tres segundos. Esta situación nos ha hecho más ignorantes, más beligerantes y más intolerantes.

Los analistas han sabido leer muy bien que nos estamos convirtiendo en un rebaño guiado por un mal pastor llamado emoción y es por ello que la comunicación política se basa hoy en mensajes evidentes, cortos y cargados de odio. Ya no interesa trabajar en un argumento para confrontar un pensamiento, ahora impera gritar aquello que la parroquia de cada cual está dispuesta a vitorear.

Esta triste circunstancia ha caído como una losa sobre el ámbito de la justicia, en el que la emoción no debería tener la menor cabida. Se instrumentaliza injustamente a los jueces para causas partidistas, sin atender al daño inmerecido que se produce a la credibilidad del poder más ejemplar de Estado. Así pues, si un juez condena a uno de los míos es porque el juez es fascista o rojo y me tiene manía, mientras que si condena a un adversario la sentencia es ejemplar. Esta manipulación de la realidad ha calado en una sociedad demasiado permeable que salta o se ofende a la mínima sin pudor a mostrar su ignorancia públicamente.

Ahora que llega este paréntesis de fingida paz llamado Navidad, deberían nuestros representantes volver a la senda de la moderación y hacer una llamada a la concordia. Porque el que hoy instrumentaliza la justicia para hacer daño, mañana puede pasar de verdugo a víctima.