Una niña se columpia risueña en el puerto de Ibiza mientras es observada por un gran barco. El mar le susurra canciones saladas al oído y un árbol de Navidad centellea muy cerca de su vuelo unas ventanas más arriba. Me quedo callada mirándola desde la ventanilla del coche e intento recordar cómo era sentirse tan grande a pesar de ser tan pequeña, mientras la veo balancearse hasta las estrellas soñando con rozar alguna. Una mujer se le acerca despacio y en vez de romper la magia de ese instante robado la empuja con fuerza para que llegue más alto. El semáforo se pone en verde y continúo mi trayecto con una sonrisa cosida en la boca. Esa niña y esa madre representan todo lo que necesitaba recordar hoy: la inocencia, el aliento, el apoyo, los sueños y la belleza de lo sencillo. Todas las madres deberían ser como esa mujer del puerto de Ibiza y todos deberíamos recordar que su mano tras nuestra espalda es el único empujón que necesitamos para alcanzar el cielo.

Mientras busco un lugar donde aparcar, los balcones y las calles me devuelven una suerte de luces que captan mi atención y que me llevan a viajar hasta otro lugar donde en estas mismas fechas, cuando era yo quien saltaba de columpio en columpio, el frío me laceraba con fuerza las manos y la nieve era la alfombra mullida sobre la que aterrizaba. En Aranda los parques no tenían corcho para amortiguar las caídas, sino una suerte de grava que se clavaba en las rodillas, y no había más barcos, puertos, ni mares que los de los cuentos. A pesar de eso y sin saber cómo, cada 6 de enero sus Majestades los Reyes Magos de Oriente llegaban hasta aquel recóndito pueblo sin que el mal tiempo ni las carreteras cortadas por los temporales les impidiesen llegar a su destino.

Sonrío y giro hacia otra perpendicular en la que por fin encuentro un sitio. Mientras aparco, recuerdo que en aquellos días en mi barrio nunca ponían luces. No es que ahora se prodiguen mucho, pero en aquellos días la oscuridad era total durante estas fechas. Las guirnaldas con grandes bolas, espumillón o el belén a tamaño real que colocaba el Ayuntamiento, solamente adornaban el centro de mi villa, algo parecido a lo que ocurre hoy en Ibiza, donde mi casa es de los pocos bastiones que desafían a la factura de la luz a fuerza de leds y de pilas en el lugar donde vivo.

Sacudo la cabeza mientras pienso que, aunque los demás no crean en la Navidad o no se esfuercen por llevar su energía positiva hasta todos los rincones que la habitan, en mí queda algo de aquella niña que a veces se sorprende cuando esta mujer le guiña un ojo al otro lado del espejo retrovisor mientras se retoca los labios: la ilusión. Espero que las pérdidas, que son lo que realmente nos hacen mayores y nos provocan canas y arrugas, no terminen de arrinconarla en el rincón de los juguetes amargos y rotos y que juntas sigamos saliendo muchos diciembres para completar extasiadas la decoración de cientos de ciudades.

En mi colegio había dos columpios hechos con ruedas, no eran tan grandes como el de la protagonista de este artículo, pero estaban tan codiciados que algunas veces el recreo se consumía sin haber podido viajar a lomos de aquellos juegos mágicos. Les confieso que a veces me mareaba, que llegué a dar varias vueltas de campana por impulsarme con demasiada fuerza y que me precipité de bruces otras cuantas.

Me dirijo sin saber por qué al puerto y me subo sigilosa a ese gran columpio desde el que vuelvo a rozar las estrellas para pedirles un deseo de Navidad:    que no dejen de brillar nunca y que no me quiten esa mano dulce de la espalda.