Respeto a todos los que piensan lo contrario pero soy feliz en estas fechas. Me recuerdan mi niñez cuando fui tremendamente feliz. | Pixabay

Me encanta la Navidad. Respeto a todos los que piensan lo contrario pero soy feliz en estas fechas. Me recuerdan mi niñez cuando fui tremendamente feliz. En mi vida siempre he sido un gran afortunado por haber disfrutado de unos padres que me llevaban a ver belenes por Madrid, parándose durante horas delante de las figuras para analizar cada detalle, explicarme quienes eran y descubrir con asombro cual era la que se movía.

Por haber bajado con ellos y con mis abuelos a la Plaza Mayor de Madrid para bucear entre puestos para encontrar un pastor o un animal nuevo para nuestro nacimiento de casa, una máscara o un adorno para Nochebuena o Nochevieja. O como aquellas luces me dejaban con la boca abierta mientras mi padre me contaba las novedades al bajar en coche a Martín de Vargas o a San Conrado. Para mí la Navidad son momentos mágicos que comenzaban montando un árbol con una nieve artificial que nos daba alergia o subiéndonos a una escalera para coger de un pequeño altillo de nuestro piso de la calle Tribaldos el portal con la Virgen, San José, la mula, el buey, el ángel y hasta los pastores.

Montarlos nos apasionaba e intentábamos que la recreación fuera lo más real posible como si los Reyes Magos, al entrar en casa, se quedaran tan asombrados que, tal vez, decidieran dejarnos algún regalo de más. Han ido pasando los años, muchos ya no están con nosotros y les echamos de menos y aunque he crecido en anchura, canas y pérdida de vista, intento seguir siendo aquel niño de antaño.

Muchos dicen que sufro el síndrome de Peter Pan por mi rechazo a no crecer, a no tomarme la vida en serio y a no asumir responsabilidades y seguro que no les falta razón pero que quieren que les diga… lucho porque nada ni nadie nos cambie la ilusión por ser felices. Durante todo el año pero más aún en Navidad. Porque, la Navidad, fue, es y será maravillosa.