Pese a la mascarilla uniformadora y psicosis vírica que amenaza anular el libre albedrío, la Navidad es tiempo de milagros e ilusiones que regalamos al niño que siempre nos acompaña. La magia amorosa es superior al vulgarísimo odio de los mequetrefes. La estrella sigue brillando en los cielos y burla a los esclavos de algoritmos y jeta clónica que pretenden poner rejas al mundo o fronteras en el alma. La ilusión, como el Grial, es manantial inagotable de energía que produce delicia eterna en quien se atreve a beber.

Por muchos eunucos y castradores que mamaron de la teta comunista o materialista, simples cabestros existencialistas o fanáticos del terror que, antes que verse sin joroba, prefieren al mundo jorobar, en estas noches hay rapaces cantando y familias que brindan en el eterno retorno navideño que pregona la victoria de la luz, la sonrisa del Niño y la savia de las raíces de Yggdrasil; también vagabundos del dharma que beben de la misma botella abrazados al raso. Y se vislumbran apariciones feéricas que iluminan a los desesperados para recordar que a cada momento, a cada instante, se produce infinitas aventuras vitales. «Ser, nada más. Y basta. / Es la absoluta dicha», que cantaba el poeta Jorge Guillén, escandalizando a tanto aguafiestas bolas triste que, al contar los costes del gozo, se pierden el paraíso que está a nuestro alcance aquí y ahora.

Así que mejor zambullirse en la corriente simpática que se renueva en estas fechas mágicas que cantan al milagro del amor. El tan mediático apocalipsis podrá conjurarse con una buena copa. Ya lo dijo un ruso blanco cuando su mundo se desmoronaba: «Entre el estallido de la revolución y el pelotón de fusilamiento, siempre podremos quitarnos la ansiedad con una botella de champán». ¡Feliz Navidad!