César Augusto era Emperador de Roma, reinó del año 30 antes de Cristo al 14 después de Jesucristo. Por mandato del Emperador todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David, llamada Belén.

Sucedió que estando allí, a María le llegó la hora del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada.

Nació el Mesías, Hijo de Dios y Salvador nuestro. Bajó a la tierra para que nosotros pudiéramos subir al cielo. Él no tuvo sitio en la posada para que nosotros tuviéramos en el cielo muchas mansiones. Nació pobre para enriquecernos con su pobreza. El Niño lloró para que las lágrimas de aquel Niño, sabemos, nos purificaran y lavasen nuestros pecados. Jesús recién nacido no habla; pero es la palabra eterna del Padre. Su lección suprema es la humildad. El pesebre de Belén es una cátedra. Vencer la grandeza de un niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho los cielos y la tierra.

Ojalá Jesús halle en nuestros corazones un lugar donde nacer espiritualmente. Hoy y siempre recemos despacio el tercer misterio del santo rosario, contemplando el Nacimiento de nuestro Señor.

Dentro de la Octava de Navidad, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Por orden de dignidad tenemos al Niño Dios, a su santísima madre, la Virgen María, y, finalmente al glorioso San José, esposo de la Virgen.

Jesús nos da ejemplo al respetar y aceptar las leyes legítimas: la biológica, la civil y la religiosa. La Sagrada Familia sube a Jerusalén con el fin de dar cumplimiento a las leyes legítimas. Según la Ley de Moisés tenía lugar las prescripciones: la purificación de la madre, y presentación y purificación del Niño (Según LEV.12,2-8).

María quiso someterse a la Ley aunque no estaba obligada.