Después de pasar la noche bailando la rumba (con alguna que otra medida profiláctica, siento decir, pues también he caído) y desayunar un Bullshot preparado ad hoc en un jarrón de la dinastía Ming (en clave forte y resurrección do mayor para emerger brioso del sarcófago), los valses de la Filarmónica de Viena me contagian esperanza y aires fraternales, con cierta chispa de ligereza y picardía que ponen a tono gozos, sueños y ebriedades.

Dirige el gran Daniel Baremboim, maestro y fumador de puros, valiente pibe porteño que fomenta la paz y combate los fanatismos esclavistas. También es un pianista formidable que toca de maravilla tanto a Piazzolla como a Schubert. Cuando era un imberbe, Baremboim fue a visitar al prodigioso Arthur Rubinstein. Este quedó tan encantado con los conocimientos del virtuoso rapaz, que pronto le invitó a un coñac y un Montecristo. Cuenta Baremboim que no recuerda de qué hablaron, pero que lo pasó estupendamente. Sin duda fue una verdadera iniciación no apta para timoratos de la corrección política o personalidades estándar.

Hoy Baremboim dirige a ritmo de vals y pide más enseñanza musical en las escuelas y mejor música para unir al mundo. Tiene razón, pues la música es un lenguaje universal y todas las artes tienden a ella. Los antiguos griegos ya sabían que el estado de ánimo es un ritmo, así que elevémoslo. Cosas maravillosas que tiene el espíritu y que están a nuestro alcance, algo que solo niegan los bolas tristes existencialistas.

La buena música invita a seguir danzando –a lo derviche o flamenco o lo que se os antoje—, la caravana del Amor, esa misma que permite al corazón adoptar todas las formas y hermana todos los credos, tal y como cantaba el sufí murciano Ibn Arabí.
¡Feliz año nuevo!