Hoy celebramos la fiesta del Bautismo de Jesús. Con esta fiesta terminamos el tiempo litúrgico de Navidad. Jesús, habiendo sido bautizado en el río Jordán, estaba en oración. Y sucedió que se abrió el cielo y bajó el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como una paloma, y se oyó una voz que venía del cielo: «Tú eres el Hijo mío, el amado». En el bautismo de Cristo se manifestó el misterio de la Santísima Trinidad y los fieles, al recibir el Bautismo, quedamos consagrados por la invocación y virtud de la Trinidad Beatísima.

La Iglesia recuerda en su Liturgia las tres primeras manifestaciones solemnes de la divinidad de Cristo: la adoración de los Magos, el Bautismo de Jesús y el primer milagro que hizo el Señor en las bodas de Caná. En el salmo 85 rezamos: «Todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, bendecirán tu nombre: grande eres tú, haces maravillas; tú eres el único Dios». La oración de Jesucristo después de ser bautizado nos enseña que después del Bautismo le es necesaria al hombre la asidua oración para lograr la entrada en el cielo, pues, si por el Bautismo se perdonan los pecados, queda, sin embargo, la inclinación al pecado que interiormente nos combate. El rito esencial del Bautismo consiste en sumergir en el agua al candidato y derramar agua sobre su cabeza, mientras se invoca el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19).

En verdad te digo que si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, carne es; y lo nacido del Espíritu, espíritu es. Este nuevo y espiritual nacimiento tiene maravillosa realidad en el santo Bautismo. Existe el bautismo de sangre, el de deseo y el del agua, el sacramento por el cual somos hijos de Dios y miembros de la Iglesia.