Una mujer se quita la macarilla. | Europa Press

Decía Jung que la vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir. Ahora que por fin retiran el pasaporte vírico, en Ibiza y Formentera se volverá –al menos legalmente– a vivir de forma más intensa, a respirar mejor. Especialmente en los patios de colegio, donde los niños podrán jugar sin el uniforme de la máscara del Joker. Ya sólo falta que en el patio escolar de los adultos permitan volver a fumar en las terrazas de los bares y restaurantes, cuyos propietarios –y no unos políticos talibanes especialistas en joder la vida de los otros– lo consideren oportuno. La sagrada libertad individual, o sea.

La cruel pandemia ha servido como experimento sociológico a los diferentes estados para saber hasta dónde pueden llegar. Y sus conclusiones amenazan ser de lo más inquietantes. De momento no ha habido ninguna consecuencia por el inconstitucional cierre del Congreso. Por algo The Economist alerta sobre la degradación de la democracia en España, donde en una misma votación se deciden cuestiones que nada tienen que ver. De la picaresca a la estafa burrocrática y aniquilación de la independencia judicial.

Pero en la naturaleza pitiusa, con su placentero modus vivendi, es más fácil hacer un corte de mangas a tanto triste mamón totalitario. Especialmente ahora que los días se alargan. Cantaba Omar Khayam: «Hay dos días por los cuales mi corazón jamás ha languidecido... / Ese que ya pasó, ese que no ha llegado todavía». Y, tras este perverso ensayo liberticida a escala global, bueno es dedicarse al carpe diem, al aquí y ahora, pero sin bajar la guardia ante los desmanes de tiranos y gobernantes. Es fundamental para nuestra alegría y salud mental. Ya lo decía Aristóteles. Vivir bien es mejor que vivir.