Carlos San Juan, el hombre de 78 años que ha recogido más de 600.000 apoyos con su campaña 'Soy Mayor, No Idiota', a su llegada al Banco de España para registrar sus firmas, tras haberlo hecho ya en el Ministerio de Economía. | Alberto Ortega - Europa Press

Cuando estudiaba en el colegio el origen de las palabras polisémicas hice una redacción sobre los bancos, describiendo con fascinación aquel nuevo descubrimiento; lo que para mí siempre había sido un gran asiento donde sentarme o jugar, servía también para referirse a un gran número de peces, a una herramienta de ebanistería, a un lugar donde se almacena sangre e, incluso, a ese mágico lugar donde pedías dinero y te lo daban. Luego, ya en el instituto, me enteré de que también era la base inferior de un retablo, un estrato geológico de gran espesor, un macizo de mineral con dos caras descubiertas o un terreno con vegetación arbórea que sobresale en la llanura.

Terminé aquel trabajo escolar mostrando mi estupor por la falta de creatividad de aquellos que pusieron el mismo nombre a todas esas cosas y que, en vez de inventar nuevos y fascinantes términos como pezalada, carpinteromadero, sangretorio o Gilito´s place, rindiendo un homenaje al archimillonario pato de mis tebeos infantiles, hubiesen usado un vocablo tan poco creativo y escueto como aquel. Ya en la Universidad supe que hay diferencias entre la polisemia y la homonimia y que cuando los significados de una misma palabra no tienen nada que ver entre sí se trataría más bien de la segunda. Eso sí, parece ser que, en un pasado remoto, los antiguos usureros hacían sus negocios sentados en un banco en plena calle y que de ahí procede este capricho de nuestro idioma.

Los bancos de los días en los que transcurría aquella redacción eran lugares amables donde personas como Miguel, el director del único que había en mi barrio, nos recibía con afecto, sabía todo de nuestras vidas, nos daba caramelos, regalaba a sus clientes bandejas y cuberterías y, sobre todo, daba confianza, apoyo, consejo y servicio a quienes le visitaban. Ahora, tras la jubilación de aquella hornada de profesionales, nuestros mayores, los mismos que compraron sus casas y pagaron las carreras a sus hijos a través de esas cajas, se sienten solos, abandonados y desprotegidos. En los últimos años, la pandemia no ha hecho sino acusar esa brecha tecnológica entre nosotros. Hoy, si tienes una empresa, debes acudir a una sucursal determinada a una hora estipulada o, si no, no te atenderán. Si simplemente eres un cliente de a pie que quiere ingresar un cheque, cobrarlo, sacar una cantidad determinada de tu cuenta o actualizar la cartilla tendrás que hacerlo solito y desde el cajero. Pero esas máquinas no dan confianza a todos, no hablan el idioma de nuestros mayores y les enfrentan a miedos que nunca habían tenido. Los cajeros les convierten en personas vulnerables y, en multitud de ocasiones, les ponen en peligro.

Los horarios limitados, el continuo cierre de oficinas y cambios de compañías y ese salvaje Internet que destruye empleos, copa nuestras vidas y pretende que cada vez nos veamos e interactuemos menos, es la respuesta mecánica de los nuevos operarios aleccionados para no ser nunca como Miguel. En la última década hemos visto cómo nuestros directores ‘de confianza’ nos intentaban colar productos tóxicos con mayor o menor suerte (a modo de caramelos amargos), cómo nos ponían trabas para realizar determinadas gestiones y cómo abandonaban a esa generación que levantó sus empresas y puso en marcha la economía de nuestro país tal y como la conocemos.

Un hombre, Carlos San Juan, valenciano, de 78 años, se ha liado la manta a la cabeza y bajo una campaña ciudadana amparada en el título ‘Soy mayor, no idiota’ ha conseguido algo increíble: recoger medio millón de firmas (curiosamente de forma virtual), ser abrazado al entregarlas en el Congreso por la vicepresidenta de Economía, Nadia Calviño, y obligar a los bancos a prometer que cambiarán las cosas. Lo que ha logrado es, además, de un hito, de justicia, ya que uno de cada tres ciudadanos no es cliente digital, algo que se agrava más en el caso de las mujeres y que se ceba con los hogares con ingresos bajos, donde casi la mitad de sus componentes desconocen que la red es algo más que un utensilio de pesca.

Hoy los nuevos usureros tendrán que volver a las raíces de su polisemia y recordar que los bancos se llaman así porque, aunque siempre han especulado con nuestros sueños y necesidades con pingües beneficios, deben ser del pueblo y sentarse en sus calles. #SoisMayoresyMaravillosos