Este jueves la comunidad budista de Ibiza celebró por todo lo alto la llegada del nuevo año tibetano. Como ellos emplean un calendario lunisolar, actualmente acaban de comenzar el 2149, año del hombre, del agua y del tigre. Lo hicieron con una preciosa ceremonia en el templo budista Bokar Thubten Ling de Sant Llorenç, con una serie de rituales en los que las sonrisas y lo que se conoce como el buen rollo fueron los grandes protagonistas. Desde los primeros momentos, en los que se retiraron las antiguas banderas de oración y plegaria tibetanas conocidas como Lung Ta para colocar unas nuevas por todo el recinto, hasta el final con el momento en el que se lanzó al aire el arroz en señal de buena fortuna, todo fue colaboración, armonía y felicidad. Un oasis en medio de todo lo que estamos viviendo en este mundo que se empeña en darnos malas noticias desde Ucrania, Rusia, África, el Mediterráneo, Palestina, Siria, Irak, las comunidades indígenas de Sudamérica o Argentina… mires por donde mires el mundo duele y parece difícil encontrar consuelo viendo el fracaso del ser humano.

Por ello hoy en día creo que se hace más necesario que nunca tener algo a lo que agarrarse. Algo en lo que creer. Algo en lo que poner tu esperanza para no sentirse solo y desamparado. Algo, en definitiva, que te    ayude a continuar en tu camino y pensar en cómo levantarte si te tropiezas o te caes. Llámenlo un dios, un profeta, un líder o una religión. Creo que cualquier cosa es buena si nos hace mejores, no hace daño a los demás y nos ayuda a ser buenas personas. No creo en la rivalidad de católicos con ortodoxos, con musulmanes con hindúes o con budistas. Al final todos perseguimos lo mismo, hacer el bien a los demás y creo que escuchando a unos y otros siempre se puede aprender. Tener los oídos abiertos, ser receptivos y respetar a los que no piensan como tú o a los que no rezan a tu mismo dios, nos hace mejores. Nos da una perspectiva mayor sobre todo lo que nos rodea y nos ayuda a entender que no tenemos que tener enemigos sino amigos y que no tenemos que encontrar la confrontación en cada paso que damos.

Las imágenes hace unos días de unos ciudadanos ucranianos dando bebida caliente y comida a un soldado ruso caído mientras le permitían llamar por teléfono móvil a su madre para decirle que estaba bien nos reconfortan y nos conectan con lo mejor del ser humano. Lástima que sea solo por unos minutos porque después, las atrocidades de unos y otros nos devuelven rápidamente a la realidad, recordándonos también que el ser humano es el único animal que es capaz de acabar con su propia especie.    Lástima que mientras unos pensamos en máximas budistas como si tu sonríes el mundo sonríe o en máximas cristianas como haz el bien al prójimo, los que nos mandan se visten de malos de películas muy reales sin importarles que pueden acabar con todos nosotros. Lástima que las ansias de poder siempre puedan más que las ansías de paz y concordia. Tal vez sea porque el negocio de lo primero sea mucho más importante y más lucrativo que el del segundo.

Y es que como decía Joan Manuel Serrat en su canción Algo personal, a Putin y a los muchos que son como él «probablemente en su pueblo se les recordará como cachorros de buenas personas, que hurtaban flores para regalar a su mamá y daban de comer a las palomas». Sin embargo, «es más turbio cómo y de qué manera llegaron a ser lo que son ni a quién sirven cuando alzan las banderas y es que rodeados de protocolo, comitiva y seguridad, viajan de incógnito en autos blindados a sembrar calumnias, a mentir con naturalidad, a colgar en las escuelas su retrato, gastándose más de lo que tienen en coleccionar espías, listas negras y arsenales, resultando bochornoso verles fanfarronear a ver quién es el que la tiene más grande, armándose hasta los dientes en el nombre de la paz y jugando con cosas que no tienen repuesto». Viendo «como siempre echan la culpa al otro si algo les sale mal yendo para no ensuciarse a cagar a casa de otra gente, mientras experimentan nuevos métodos de masacrar, sofisticados y a la vez convincentes porque no conocen ni a su padre cuando pierden el control, ni recuerdan que en el mundo hay niños». Por todo ello, al igual que decía Serrat, «entre esos tipos y yo hay algo personal».