Acto de señalar. | Pixabay

Feminista, progre, antisemita, facha, homófobo, prorruso, vegano, workaholic, obrero, nazi, neoliberal, radical… son muchas las etiquetas que se ha inventado o ha rebautizado una nueva generación de individuos que, a causa de su debilidad y sus inseguridades, tiene la imperiosa necesidad de colectivizarse y definir al ajeno para verter todos sus prejuicios sobre él y así tumbar todas sus ideas en una ignorada práctica de la falacia del hombre de paja. Ante cualquier tema de actualidad, parece imprescindible fijar una posición de inmediato a pesar de no tener la menor información y atacar a todo aquel que difiera de la tesis imperante y con ello alimentar un ego que se reconforta con la ofensa o su intento. No en vano, todos se apresuran a sentar cátedra sobre los asuntos públicos más heterogéneos: vacunas, guerras, economía, calentamiento global, volcanes o incluso estrategia política. Es esta verborrea que mancha la inteligencia la que nos ha llevado a ser frágiles, a ofendernos fácilmente, a sentirnos víctimas de ataques inexistentes y a darnos por aludidos aunque la cosa no vaya con nosotros. Así, nos hemos convertido en una sociedad polarizada e irascible que predica el amor y la fraternidad pero que en realidad se alimenta del odio y se regocija en el daño ajeno. O conmigo o contra mí. No hay término medio, no hay colores ni escala de grises: tan sólo blanco o negro, bueno o malvado, arriba o abajo, izquierda o derecha. Únicamente hay ángeles o demonios y aquél que hoy es venerado mañana es escupido al infame e injusto ostracismo. Nadie hace una pausa para respirar y muchos menos pensar. No existe la piedad, el perdón o la empatía, tan sólo la espada y el talión. En esta guerra cainita vence la amargura con su filo de ignorancia.