No quiero hablar de la subida de la luz, aunque nos esté haciendo temblar a todos de frío. Me niego a escribir un artículo sobre el precio de la gasolina, cuyos números ascienden y pasan tan deprisa por nuestros ojos como las macabras cifras de un casino. Descarto hacer mención alguna a la forma en la que el gas ha dejado de ser noble para convertirse en un artículo de lujo, como las bombonas de butano a precio de oro e, incluso, las manzanas que compramos en la tienda de al lado. Paso olímpicamente de mencionar la huelga de transportistas, ahogados por unas cuentas que no les salen y que protestan para decirnos que ya no pueden más y que las noches oscuras en la carretera son más tenebrosas si no les permiten llegar a fin de mes. Y se agotan los cereales, y con ellos los productos básicos que suben sus precios por la ley de la oferta y de la demanda: el pan, la leche, la pasta e, incluso, la carne, porque los animales también se alimentan de las semillas retenidas al este del Edén... y se encarece el aceite de oliva y amenaza con desaparecer el de girasol, mientras los supermercados vuelven a ser campos de batalla donde luchar entre garrafas y rollos de papel higiénico. Es ahora cuando hablamos del vidrio, de los fertilizantes y de los pesticidas que se han quedado bloqueados al otro lado del mar y de los chips que nos impiden seguir creando coches u ordenadores, aunque las fábricas se planteen también echar el cierre ante los costes que les supone producirlos. Y de pronto nos vemos cotejando nuevas inversiones en armamento e incrementos de los presupuestos destinados al ejército, en el mismo instante en el que comentábamos lo bonita que nos estaba quedando esta temporada turística donde parecía que todo volvería a ser «normal». La distopía ya nos escuece después de una pandemia, con una ola tras otra, mientras vemos bombardear las fronteras del raciocinio. Asistimos impotentes a este racimo de incoherencias que nos llevan a conjeturar teorías bizarras, ¿y si la Covid19 hubiese sido una argucia de los rusos y de los chinos para bloquear al mundo con un virus letal mientras preparaban su guerra comunista perfecta para cambiar el orden del mundo? A la vez, sus secuaces en otros países proponen combatir con el diálogo a aquellos que solo enmudecen y mienten, mientras se abrazan a la posibilidad de que se pasen al bando de «los buenos» y dejen de hacer el mal. Ojalá todo fuese tan fácil y las luces no fuesen hoy un bien tan cotizado.

Pero hoy… yo hoy no quiero hablar de nada de esto. Este fin de semana estoy en una casa rural con toda mi familia celebrando el Día del Padre; el del mío, porque tengo la suerte de tenerlo a mi lado, risueño, coherente y feliz. A mi derecha está mi hermano mayor, quien ha seguido sus pasos y educa a sus hijos con la misma mano dulce, honesta y firme, y a mi izquierda sonríe mi cuñado, para quien la familia es su filosofía y religión. También es el santo de mi madre y, mientras mis sobrinos corren ajenos a todo, nosotras salimos a verlos, mientras nos tomamos un vino en el jardín… porque, total, de nada sirve preocuparnos por lo que ocurrirá mañana y la estancia ya está pagada.

Me levanto un instante para apagar las luces, por solidaridad y porque mi padre me enseñó siempre su valor y a no derrochar en energía. Mientras lo hago solo pienso que quiero volver a escribir artículos sobre cosas bonitas y futuros hermosos y que estoy cansada de animar a las personas que me importan para disipar tantas preocupaciones y tantos problemas reales. ¡Si hasta el cielo se nos ha teñido de rojo esta semana y una nube de tierra lo ha cubierto todo…! ¡Qué distinto sería todo si quienes rompen la baraja hubiesen tenido un padre como el mío! No habría avaricia, maldad, ni dolor; la gente entendería que solo se asciende con talento y con esfuerzo y que la generosidad y la amabilidad son las mejores armas para combatir la soledad y el hielo.    En ese momento, como si supiese en lo que estaba pensando, mi padre se me acerca y me pregunta «¿qué pasa, chata, por qué frunces tanto el ceño?», y yo, con un nudo en el estómago y con toda la gratitud del mundo, le sonrío y le contesto que nada… «Apaga la luz, papá, que no tenemos acciones en Iberdrola».