No importa si son grandes cantantes, periodistas, médicos o deportistas; a partir de los 40 la mayoría se vuelven invisibles. El superpoder menos deseado del mundo relega a las mujeres al olvido cuando las canas asoman y las carnes se descuelgan. Ellos se vuelven interesantes al exhibir en cada sonrisa sus patas de gallo y se convierten en ‘maduritos interesantes’ al franquear los 50, mientras que nosotras escondemos la edad, exigimos vehementemente seguir siendo consideradas ‘señoritas’ y nos embutimos entre fajas, tintes y tacones para esconder los años, con la vergüenza de quien teme que su mentira sea descubierta. Y así, todos los lunes comenzamos una nueva dieta, mientras nos sentimos culpables por atacar una tableta de chocolate o devorar un plato de pasta. Somos unas farsantes a quienes sus DNI les queman los dedos y el alma, sin saber de quién es la culpa.

La sociedad nos ha convencido de que cualquier talla que supere la 38 es una muestra de debilidad o de falta de control sobre nuestros apetitos y sentimos que debemos pedir perdón si la excedemos. Sexualmente somos juzgadas si disfrutamos libremente de nuestros cuerpos y se cuestionan constantemente nuestras habilidades para conciliar vida laboral y familiar, esas que los hombres llevan miles de años aunando. A un ministro nunca le preguntarán cómo consigue educar a sus hijos mientras carga con el duro peso de su cartera, mientras que a ellas se las mide por un agujero tan pequeño que enhebrar sendas tareas parece una gesta digna de una funambulista.

El otro día me contaba una amiga que las preguntas que le hicieron recientemente en un periódico de tirada nacional no versaban sobre el gran proyecto de investigación que lidera, sino sobre su posible pareja, futuros hijos o a qué dedicaba su escaso tiempo libre. Lo curioso de la historia es que esa entrevista estaba incluida en un reportaje que pretendía reivindicar la existencia de mujeres de prestigio en distintas profesiones tradicionalmente consideradas masculinas, para conmemorar el 8 de marzo. Pero ¿no es una antítesis que se desmonten unos roles con otros? ¿Debemos responder con un femenino y mohíno deseo de encontrar al príncipe de nuestros sueños para crear con él la familia perfecta y ser así socialmente aptas? ¿Y si la nuestra se compone por un perro, por un gran sofá, por una estantería llena de libros o por un huerto, un nutrido grupo de amigas y una buena vinoteca? No estamos incompletas ni nos sentimos menos útiles y valiosas si decidimos, como la gran bioquímica de quien les hablo, dedicar nuestras vidas, por ejemplo, a la ciencia.

El papel de los medios es imprescindible en esta pócima de la invisibilidad con aromas a culpa de la que les hablo, y es que, ¿alguna vez han cuestionado que ellos repitan traje, joyas o que sus curvas se expandan? Piensen ahora en cómo los estilismos de la reina ocupan más titulares que sus actos y de qué manera se ataca su delgadez, hábitos o, incluso, tono muscular. ¿Recuerdan haber leído algo similar sobre su pareja? ¿Y si extrapolamos esta situación a otros personajes reconocidos, sea cual sea su carrera?

Se quejaba recientemente una joven actriz de que la maternidad le había quitado la etiqueta de «mujer deseable» y con ella se habían esfumado los papeles interesantes que antes le ofrecían. ¿De verdad nos importa tanto la carcasa como para no ver y disfrutar del talento, capacidades, carisma y virtudes que nos habitan dentro?

Para serles sincera, con este artículo solo pretendía polemizar y sacudir mitos, porque cuando cumplí los 30 me dijeron que eran los nuevos 20, a los 40 me repitieron la frase restándome de nuevo una década, y ahora que mis amigas entran en su edad de oro yo las veo más brillantes y mágicas que nunca. No somos invisibles, sino que hemos ascendido, solamente tenemos que aprender a verlo, interiorizarlo y recordar sonreírnos siempre al otro lado del espejo. Vamos a hacer que nos vean tal y como somos: increíblemente imperfectas y saludablemente completas.