Pedro Sánchez. | Moncloa

El oficio me llevó a los campamentos de refugiados de Tinduf en Argelia hace una docena de años. Había oído hablar sobre la vida en la zona más dura del desierto de casi 180.000 refugiados saharauis.

Pero una cosa es lo que te cuentan y otra lo que tus ojos y oídos certifican. Durante una semana entrevisté al gobierno en pleno de la República Árabe Saharaui Democrática, me senté a la mesa del entonces presidente Mohamed Abdelaziz, en una cena que para nada se parecía a la de cualquier otro jefe de estado del mundo, con refrescos en botella de plástico de dos litros y platos frugales, propios de un pueblo que vive en la escasez. Le acompañaban algunos de sus ministros y en un ambiente de cordialidad, intentaban explicar a aquel periodista europeo, lo mismo que habían repetido millones de veces y lo han seguido haciendo durante casi 50 años: «Queremos poder votar el referéndum».

No me voy a entretener en como el gobierno de un agonizante Franco, abandonó a su suerte a los habitantes de la «provincia nº 53» de España, entregándoles sin condiciones a un despiadado rey Hassan, que supo que era su momento.

Pedro Sánchez se ha metido en un jardín monumental al virar la tradicional postura neutral de España y alinearse a favor del plan de autonomía marroquí, traicionando de nuevo al pueblo saharaui, encabronando entre otros a Argelia (nuestro mayor proveedor de gas) y removiendo conciencias entre militantes y cargos de su propio partido y de sus socios de gobierno. Se me escapan los motivos que puede tener Sánchez para este volantazo, pero estoy convencido, de que desconoce absolutamente la historia de este conflicto y que su legión de asesores no se enteran de la película. Imagino la enorme satisfacción del insípido Mohamed VI y de rebote la del emérito.