Un par de soldados ucranianos en los alrededores de Teteriv, pequeña localidad no muy lejana de Kiev. | Reuters

Mi primera novela terminaba como ‘Jueves’, la canción de La Oreja de Van Gogh: con una bomba estallando en un tren y poniendo fin a la historia de amor de sus protagonistas. Les hago un espóiler porque aquel conato de libro era tan corto y poco interesante que no contemplé nunca publicarlo ni dejar que otros ojos lo leyeran, salvo los de una decena de pobres víctimas tan cercanas a mí como para no darme unas críticas sinceras. «Cruce de Caminos» fue triste desde su nacimiento; lo comencé a escribir en una época en la que mi corazón latía desbocado por un amor al que tenía demasiado miedo y al que temía entregarme, y su desenlace, sin auspiciarlo ni saberlo, terminó siendo tan trágico como el de ese 11 de marzo de 2004. En mi caso la metralla tenía nombre de melanoma metastásico maligno y olía a quimioterapia y fue tan cruel y devastadora como los verdugos que detonaron aquellas diez bombas en Madrid provocando 192 muertos y más de 2.000 heridos.

‘Jueves’ salió a la luz en 2008, tres años después de que yo cerrase aquella última página, y todavía me quema cuando la escucho. Se incluyó en el álbum A las cinco en la Astoria, recreando los sentimientos plasmados en el diario de uno de sus protagonistas, y todos sus beneficios se destinaron a la fundación de víctimas del 11M.

Estos días otros amantes y otros amores tampoco se han podido despedir, ni volver a besar, en otra estación de tren como aquella y el remolino de sentimientos que nos embarga cada vez que asistimos impotentes a un nuevo bombardeo es demasiado complejo como para desgranarlo. Conmoción, empatía, incomprensión, ira, temor y, por supuesto, tristeza, una tristeza tan grande y tan azul que nos deja sin aire y sin versos.

Mientras que el malo de la película, el villano que arenga a sus tropas contra el país al que afirma querer liberar, lanza misiles en estaciones repletas de cientos de personas que solo intentan escapar de una guerra que no es la suya, madres, niños, ancianos y adolescentes se marchan para siempre a ningún destino con un último aliento sostenido.

La ofensiva rusa ofende y huele demasiado a gas.

Niegan estar mutilando a hombres, marcando a críos y violando a mujeres, mientras afirman con cinismo que no son ellos quienes sueltan a la parca vestida de arma para sesgar las vidas de miles de personas, pero sus mentiras se desvisten solas. Las imágenes de cadáveres desmembrados en el suelo y la certeza de que al menos cinco niños han perecido en Kramatorsk, en la región de Donetsk, en su enloquecida estrategia para hacerse con el control total de la región de Donbás, retumban en nuestras retinas. Un misil impactaba en la estación, otro más, tras hacerlo en hospitales, viviendas residenciales o ambulancias, dando forma así a un genocidio como el que inspiró al Guernica, cuyos ojos cubistas se nos salen de las órbitas.

Esta no es una guerra más, no somos cínicos, ni hipócritas, sino que nos hemos despertado y hemos descubierto que el sociópata que otrora recibía la Llave de Oro de la Ciudad de Madrid hoy está más cerca de abrirle las puertas a artefactos químicos o nucleares. Desoímos demasiadas veces a quienes nos avisaban del peligro que suponía permitir y comulgar con un sádico que gobernaba uno de los países más grandes y temibles del mundo sin escrúpulos ni ética, y ahora nos despertamos con la historia tiritando en nuestros sueños y amenazando con desmontar nuestros castillos.

Hoy nos encontramos de nuevo ante un ‘Cruce de Caminos’, el libro que nunca debimos escribir y que no merecía aquel final, mientras que anhelamos que lleguen a nuestras vidas nuevos ‘Jueves’ normales, que dejen de oler a amenazas y a muerte y que nos traigan rutinas, esperanzas y nuevas historias de amor sin final y con algo de felicidad.