Recuerdo que cuando vivía en cala Carbó, en casa de mi diva Lucía Maristany, era corriente escuchar tiros de escopeta. Incluso una vez, a la hora del aperitivo, mezclando cócteles bajo un cielo diamantino, cuando Lucía vestía cual pantera dorada un biquini de leopardo, mi tío Amaro un albornoz swahilli y yo mismo un kicoy con estampados de león del Kalahari, aparecieron entre la foresta una pareja de cazadores que debieron soñar haberse trasladado súbitamente al Africa negra.

Por un momento creí que no resistirían el apuntarnos y apretar el gatillo. Pero, tras un saludar con un ¡bon día!, nos preguntaron amablemente si habíamos visto entrar a una perdiz en casa. Lucía respondió dulcemente que, si así fuera, la perdiz se encontraría a salvo. Fue el momento escogido para que Amaro empuñara un fusil de asalto de alguna guerra olvidada y yo blandiera el sable de Marina de un antepasado almirante. Pero la sangre no llegó al mar porque los cazadores galantemente se descubrieron y, pidiendo disculpas a Lucía por la intromisión, se dieron media vuelta bastante sorprendidos de las rarezas de los forasters. Regresaron media hora después para regalarnos un par de finas becadas. Y Amaro les preparó una jarra de sus maravillosos daiquiris.

En otra ocasión, coche averiado en cap Llentrisca acompañado por una inglesa larga y tiesa, un cazador de Portmany me rescató de lo que apuntaba ser una noche toledana.

Con tales experiencias mis simpatías están al lado de los cazadores, actualmente en guerra contra los verracos ecolojetas del Govern, pandilla de urbanitas burrócratas que no tienen idea de campo y montaron la abominable matanza caprina en Vedrá, dejando a las cabras agonizando en sus riscos.   

El cazador de verdad ama la naturaleza y respeta su presa, lo contrario de un matarife ecolojeta.