En la fiesta de la Santísima Trinidad celebramos el misterio de Dios. La primera lectura de la santa Misa nos habla de la sabiduría de Dios, que antes de existir el mundo, ya había sido engendrada. Es el Verbo existente antes de todos los siglos. Ese Verbo, hecho hombre, es Jesucristo, nuestro mediador en el camino hacia Dios, es el amor derramado en nuestros corazones, es el Espíritu Santo. Ese Espíritu nos guía hacia la verdad plena. El procede del Padre y del Hijo y es igualmente Dios. Por el don de la fe y los sacramentos nos introduce en la vida trinitaria. Una vida que se acrecienta cada domingo en nosotros cuando nos sentamos a la mesa de la Santísima Trinidad, la Eucaristía, hasta que pasemos al banquete eterno del cielo, en el que alcanzaremos la plenitud de la contemplación y del gozo del Dios uno y trino. La Santísima Trinidad es el mismo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nuestro Señor Jesucristo había anunciado a los discípulos que después de su partida les enviaría el Espíritu Santo. Los apóstoles no acababan de entender lo que les quería decir. Pero el Señor les comunica que después que los discípulos queden tristes por la ausencia del Maestro les habla de la alegría que poseerán porque su marcha no será definitiva. Les anuncia que después de las tribulaciones tendrán un gozo cumplido que no perderán jamás.    Se refiere ante todo a la alegría de la Resurrección, pero también al encuentro definitivo con Jesús en el Cielo.

¡Oh, Hijo Unigénito y Verbo de Dios! Tu eres inmortal, te dignaste para salvarnos tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María. Tú, Uno de la Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Espíritu Santo. ¡Sálvanos! (Son Palabras de San Juan Crisóstomo).

Los creyentes debemos expresar nuestra fe en todos los momentos de nuestra vida. Creo en Dios, espero en Dios, amo a Dios. Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.