El director de cine estadounidense Oliver Stone. | David Zorrakino - Europa Press

El actor Michael Douglas confesó coñón que dejaba Ibiza para su hijo, porque él estaba ya mayor para tantos excesos. Por supuesto los políticos de turno se rasgaron las vestiduras y empezaron a soltar lágrimas de cocodrilo, por la imagen a lo Sodoma y Gomorra que un embajador baleárico vendía de las Pitiusas. Esto fue hace años pero nada ha cambiado, especialmente en relación a las hipócritas plañideras (da igual su mentiroso color político).

¡Ah, pero topamos con los excesos!, una de mis aficiones vitales favoritas. Otro cineasta, Oliver Stone, afirma gustar de los excesos porque dan una vida más larga. El poeta William Blake, en onda parecida, ya escribió que el camino de los excesos lleva al palacio de la sabiduría. En cambio los antiguos griegos –gozosamente excesivos si los comparamos con otras civilizaciones, pero que buscaron el favor de las Musas y por eso están llenos de gracia—,    recomendaban: Nada en exceso.

En la tolerante Ibiza siempre ha regido la máxima de Vive y deja vivir, pero no des el coñazo. Los excesos siempre han sido una cuestión personal, de la que cada cual es responsable. El problema empieza cuando desde la política (y sabe usted muy bien por qué: la pela es la pela) se da carta blanca a determinados garitos para joder excesivamente a los demás, sin respeto alguno. Y eso es muy peligroso.

Con la dictadura del abominable bakalao electrónico, Ibiza vive un problema de ruidos que amenaza seriamente la convivencia. Las ordenanzas se incumplen y contagian chabacana anarquía (Don Quijote hizo de la anarquía un arte, el resto suele ser muy vulgar). Party boats, horteras beach clubs, garitos estruendosos dentro de poblaciones, etcétera, demuestran que carecen de educación y respeto, y por eso sus vulgares excesos resultan un problema general.