El president de la Generalitat, Ximo Puig, en una imagen de archivo. | Rober Solsona - Europa Press

Comparto la propuesta de Ximo Puig, el presidente de la Generalitat Valenciana, de descentralizar las instituciones del estado. Creo que esa medida es sensata: si esas instituciones públicas son de España, es lógico que sus sedes estén en todo el país. Entiendo que si esto no venía ocurriendo en ningún país se debía a las dificultades en materia de transportes y comunicaciones, hoy superadas. Si algo nos faltaba para proclamar el fin de las distancias era la popularización del teletrabajo, por lo que, actualmente, no debería haber razones para oponerse a esta descentralización, salvo las simbólicas, que no son pocas.

La propuesta valenciana, además, permitiría que todos los ciudadanos de España pudieran tener una sensación más clara de pertenencia a un conjunto, a un país. Cuando en Madrid ‘sufren’ las protestas de los agricultores, o las marchas de los mineros, o las quejas de los pescadores, entienden mejor la dimensión del país y la diversidad que existe, más allá de las propias.

Sin embargo, esta no es una propuesta que se pueda analizar aisladamente. En realidad, ninguna lo es, pero esta menos. En España nada es inocente, tampoco en este caso.

A mí se me antoja que Puig no es un creyente en la distribución del poder porque, de serlo, ya ha tenido suficiente tiempo de llevar alguna de las sedes de las instituciones valencianas a ciudades como Alicante o Castellón. Valencia es hoy a su autonomía lo que Madrid a España, sin que Puig parezca preocupado. Me da, pues, que este es de los que no cree en lo que predica. Intuyo, sin nada que me permita asegurarlo, que el presidente valenciano está intentando presentarse ante la sociedad como un político cuya mente está en cosas que a los demás no se nos hubieran ocurrido, o sea como un estadista profundo, visionario, cuya mirada alcanza mucho más allá que la nuestra. La pompa con la que clausuró el seminario ‘España polifónica y desconcentrada’, donde desveló la propuesta, alimenta esta sospecha.

Tampoco me parece afortunada la lista de ejemplos de descentralización que presentó, claramente destinada a enredarlo todo: el Senado para Barcelona, Puertos para Valencia, el Tribunal Constitucional a Cádiz, el Supremo a Castilla y León, el de Cuentas a Aragón, el Consejo de Estado a Castilla-la Mancha y Parques Nacionales a Extremadura. Si uno presenta una idea tan importante, no lo estropea diciendo que el Supremo a de ir a Castilla y León. ¡Qué más da el detalle, si lo que nos está vendiendo es el mérito de una idea! Por supuesto, era un riesgo obvio que desde una región exigieran tal o cual institución. De hecho, ya salió alguien en Canarias para decir que estaba en desacuerdo porque no había nada para las islas.

Con todo, el mayor obstáculo para tomarse esta propuesta en serio es la situación de la España en la que se presenta. A mi entender, aquí no urge una mayor descentralización del poder, sino aclarar el rumbo que llevamos. El país nacido de la Constitución del 78 pretendió ofrecer una respuesta a la demanda de poder procedente de la periferia y por ello devolvió a las regiones las competencias que se ejercían en ellas. España seguía así el modelo que había tenido éxito en Alemania, pero se distanciaba del que también funciona bien en Portugal o Francia. Hoy, tras cuarenta años, las demandas provenientes de la periferia no sólo no están satisfechas sino que da la impresión de que se incrementan.

Para mí, el asunto de la descentralización de España exige antes que nada una respuesta a la siguiente cuestión: si en 1978 nadie votó en contra de la Constitución, si aquella era la solución definitiva a las necesidades de la periferia, si parecía que habíamos encontrado un punto en el que todos estábamos satisfechos, ¿qué ha cambiado? ¿Por qué los compromisos adquiridos entonces ya no nos sirven?

Lo que está ocurriendo se parece a una carrera de galgos: cuando el perro, agotado de correr, está a punto de alcanzar a la liebre mecánica, el operador acelera más el artilugio y hace que el pobre animal tenga que hacer aún un nuevo esfuerzo que, por definición, también terminará en fracaso. ¿Es posible que un día la descentralización española satisfaga las demandas?

Me da la impresión de que cometemos sistemáticamente el error de centrarnos en el modelo: que si autonomías, que si república, que si centralismo. Para mí, el punto clave es cumplir los compromisos, ser fieles al espíritu de lo que se firma, lealtad a nuestra palabra. La concreción formal al final no es el punto crítico.

Por mucho que sea buena la idea de Puig, no está ahí la solución a nuestra eterna insatisfacción.