Jesús además de los doce Apóstoles de los que conocemos su nombre, había elegido 72 discípulos para una misión concreta. Les exige lo mismo que a los Apóstoles: total desprendimiento y abandono en la Providencia divina. Desde nuestro Bautismo cada cristiano es llamado por Cristo a cumplir la misión de evangelizar a las gentes. Jesús les envía a predicar el Evangelio. En efecto, la Iglesia, en nombre del Señor, pide a todos los laicos que respondan con generosidad y prontitud de ánimo, a la voz de Cristo. El Señor los envía a todas las ciudades y lugares a donde Él ha de ir para que, con las diversas formas y maneras del único apostolado de la Iglesia; puedan colaborar y cooperar como lo que son, miembros del Iglesia adaptándose a sus necesidades y a los retos de todo el mundo. Cristo quiere inculcar a sus discípulos la audacia apostólica; por eso dice:» Yo os envío». Estas palabras bastan para que tengamos confianza y no temamos a los que nos atacan y persiguen. Me han perseguido a Mí, también os perseguirán a vosotros, pero no temáis yo he vencido al mundo. En la Historia de la Iglesia ha habido cristianos que han sufrido      por sus enemigos internos y externos. No es de Dios lo que roba la paz del alma. Está claro que el Señor, considera que la pobreza, - hemos de luchar contra la pobreza y la miseria de tantos hermanos nuestros que carecen de los bienes más elementales y esenciales para poder subsistir-, «A los pobres siempre los tendréis con vosotros». Siempre habrá pobres en este mundo.

Es cierto que el Señor considera que la pobreza y el desprendimiento de los bienes materiales ha de ser una de las principales características del apostolado. No obstante, conscientes de las necesidades materiales de sus discípulos, deja sentado el principio de que el ministerio apostólico merece su retribución. El Concilio Vaticano II recuerda la obligación de que todos tenemos de contribuir al sostenimiento de los que generosamente se entregan al servicio de la Iglesia. Todas las personas tienen, según sus posibilidades, la obligación de procurar que los pobres puedan llevar una vida honesta y digna.