Todo listado de grandes inventos de la humanidad debiera empezar siempre por el alfabeto, sin el cual no seríamos humanos, sino ratas o sabandijas, o incluso dioses, que como son muy silenciosos, no necesitan palabras para nada. Algunos teólogos que a su vez son gramáticos, opinan lo contrario: que el alfabeto divino cuenta con millones de letras. No entramos ni salimos, nos da igual, porque seguro que en ese alfabeto sobrenatural, de existir, también destacaría la i griega, a la que la RAE recomienda llamar ye, pero que nosotros llamamos como toda la vida. Y. La antigua ípsilon griega, vigesimosexta letra del alfabeto castellano, que es, dentro del gran invento del abecedario, la letra más extraordinaria jamás inventada. No sólo es estéticamente perfecta, con una forma insuperable y muy significativa, sino que sin ella la sintaxis se desmoronaría, todas las oraciones serían cortas y chatas, y por falta de pegamento únicamente podríamos decir una cosa cada vez. Ya de niño, cuando supe por mi profesor de gramática don Arsenio que la i griega era una semivocal y semiconsonante, ni esto ni lo otro, según, a veces, me enamoré inmediatamente de ella y su versatilidad. Frivolidad, diría. ¡Una semivocal! Que lo mismo ejerce de letra, formando numerosas palabras (disyuntiva, hoy, yacer, conyugue, ayahuasca, hoyo), que es una fascinante conjunción copulativa capaz de unir frases y vocablos que no tiene nada que ver, porque le da la gana, como los huevos y las castañas, o el culo y las témporas. Menuda conjunción, que manera de copular. Sin ella, la prosa sería como la raspa de una sardina. Ni siquiera se podría pensar, porque cómo pesar sin i griega. Sin ella, lo repito para que se entienda su importancia lingüística y mental, sólo podríamos decir una cosa cada vez. Y punto. Acaso luego diríamos otra, pero sin ninguna conexión, como cuando un político arracima insultos a base de comas. Qué desastre cognitivo. Imposible expresar algo inteligente; un alfabeto sin esa conjunción, o su equivalente, sólo serviría para gruñir. Gruñidos dispersos. ¿Y…? Pues eso. Que amo a la i griega (la ye). Su forma que se bifurca, su doble fondo. Qué gran invento, esta promiscua semivocal.