Una imagen de archivo de una calle la Marina. | Marcelo Sastre - Archivo

La zapatería de la que soy cliente hace años echa el cierre después de luchar por la supervivencia; mi peluquera traspasa el negocio asfixiada por el alto alquiler; el último comercio que abrió sus puertas en mi calle ha durado dos meses. De forma recurrente se echan las persianas para siempre y aparecen los carteles de ‘se alquila’, ‘se vende’, ‘se traspasa’. En una sola calle son varios los locales disponibles. Algunos no encuentran una nueva oportunidad desde la crisis de 2008. Los barrios de Palma, como los de cualquier otra ciudad española, languidecen. Los centros comerciales y las grandes multinacionales se han hecho con el comercio urbano y ya nos hemos acostumbrado a bajar al centro o coger el coche para ir a una gran superficie para resolver las necesidades consumistas. Eso sí, las terrazas de los bares están a tope.

Al atardecer, cuando la mayoría ha cumplido sus obligaciones laborales y el calor da un respiro, los vecinos se echan a la calle para tomarse unas cañas. Parecen ser los únicos establecimientos que conservan a sus clientes. Ahora nos dirán que es la inflación, que se nos come el salario sin que nos demos cuenta. Pero esto viene de lejos. Y me temo que no hará más que intensificarse. Son muchos años ya encadenando una crisis tras otra. Miles de tiendas pequeñas en este país las regentan mujeres de cierta edad que no trabajan para obtener un sueldo, sino para cotizar y poder tener derecho a una pensión al jubilarse.Es comercio de subsistencia.

Lo mismo puede decirse de miles de bares que en su día fueron la salida de emergencia para un parado mayor de 45 años. Una realidad complicada de la que nadie habla y que está transformando la fisonomía de nuestras ciudades.