Estimado amigo, soy una de esas mujeres más preocupadas de cuidar a sus perros que su casa. De las que velan por el medio ambiente, buscan hacer de este mundo un lugar mejor, abogan por cultivarse, por viajar, por divertirse, por aprender cada día y por intentar dejar este planeta algo mejor de como las recibió en vez de invadirlo con su propia prole. Soy de las que trabajan felices, porque tuvieron la suerte de poder estudiar la carrera de sus sueños, y de aquellas que contribuyen con sus impuestos a pagar las carreteras por las que usted transita, los hospitales que visita y su, espero que generosa, pensión. Disculpe si le echo años, pero solamente la ignorancia y una educación arcaica y en dictadura pueden justificar sus palabras.

Estimado amigo, soy una de esas personas que viven en lo que usted llama «la inopia» y causante de este cambio de sociedad donde las mujeres nos hemos sacudido las únicas finalidades que afirma tenemos, para pasar de ser exclusivamente sistemas reproductores y asistentas del hogar a seres autónomos para decidir su camino. Sí, señor, ha caído la natalidad, pero no solamente porque algunas escojamos libremente no ser madres, porque le voy a iluminar explicándole que ese no es nuestro único fin y camino y que el no hacerlo no significa amputar el significado de nuestra existencia, también lo ha hecho porque acceder a una vivienda supone destinarle ya el 100% de un sueldo y porque la lista de la compra cuesta hoy un 30 por ciento más que hace solo un año. Ha caído la natalidad porque nuestro desarrollo profesional nos lleva a esperar para decidir cómo, cuándo y con quién queremos compartir algo tan serio como la familia y porque el estrés y otros factores nos lo ponen cada día más difícil. Ha caído la natalidad porque esas personas que, como recalca, vivimos en la «inopia» nos separamos cuando vemos que una relación no funciona y lo volvemos a intentar cinco, seis, diez y hasta veinte veces si hace falta, porque no nos conformamos y porque no nos resignamos a ser las esclavas de nadie. Nuestra población envejece sin remedio porque, además, nos hemos liberado sexualmente y disfrutamos de nuestro cuerpo como los hombres siempre lo han hecho mientras sus mujeres, como dice textualmente, «eran femeninas, dulces y vivían entregadas a la honrosísima tarea de obedecer a su marido y cuidar de su casa y de sus hijos». Fíjese en la palabra que ha usado: obedecer. Según la Real Academia de la Lengua apela a «cumplir la voluntad de quien manda», en este caso, y según usted esgrime, a la del esposo. Dicho de un animal, que intuyo que es como nos ve, se refiere a «ceder con docilidad a la dirección que se le da» y de una cosa, que es también algo que parece que considera que somos, «ceder al esfuerzo que se hace para cambiar su forma o su estado». Ya lo ve, al final se ha expresado con claridad, y estas locas que estamos en la inopia, cuyos sinónimos por cierto son miseria, carencia, insuficiencia o desnudez, rechazamos claramente ese papel que usted nos otorga en su retrógrada obra de teatro.

Hay muchas cosas llamativas en la escueta pero hiriente carta al director que mandó hace unos días a un periódico y que se ha publicado porque, fíjese, la libertad de expresión y de pensamiento con usted parece que sí que se aprueba, mientras que con nosotras el hacerlo parece más propio de brujas frívolas de estos nuevos y oscuros tiempos. Dice que «viene un viento gélido y sectario, que Dios sabe de dónde procede, que ha secado nuestras cabezas tornándolas en seres extraños únicamente preocupados de la adquisición de derechos y de títulos» y tiene razón porque las feministas solo esgrimimos esa bandera: la de la igualdad de trato ante la ley y ante los hombres, nada más y nada menos, miles de años después de aguantar sus órdenes y maltrato.

Al leer su artículo, titulado inocentemente «Caída de la natalidad», le aseguro que pensé que no podía ser posible que alguien firmase tal sarta de sandeces, tal insulto a nuestra inteligencia y tal ofensa al 50 por ciento de nuestra población. Quise creer que se trataba de uno de esos trabajos universitarios que se mandan a los medios para que los alumnos analicen su afección social y de qué manera puede manipularse la opinión pública porque, si no, lamentaría muchísimo la vida que han tenido cerca de usted su madre, hermanas, mujer o hijas, ya que presumo que amigas, como es obvio, no tiene.

Estimado Fernando Alés Villota, vecino de Sevilla, a quien va dirigido este artículo, he leído que usted quiso ser sacerdote, pero que esa deidad en la que cree parece que no lo amparó a su lado, y no me extraña. Hoy soy yo quien le escribe a usted una carta al director porque las mujeres también escribimos, leemos, opinamos y, ¡oh, increíble, publicamos en periódicos! Dice que somos poco menos que una aberración que solo viven preocupadas de hacer deporte, de tatuarse y de cuidar perros, así que termino estas líneas tranquilizándole un poco ya que yo, al menos, tengo un miedo atávico a las agujas y mi cuerpo sigue siendo un lienzo en blanco. Eso sí, mi disco duro tiene mucha más información, cultura y valores que el suyo. Mucha suerte en su descenso al infierno en el que vive.