Rey Carlos III de Inglaterra | Dominic Lipinski/PA Wire/dpa

La historia se ha detenido. El pasado jueves el mundo contenía la respiración al conocer el fatídico comunicado que anunciaba la supervisión médica de la Reina Isabell II y que hacía presagiar que, si no había muerto ya, estaba agonizando.

Desde la II Guerra Mundial hasta el Brexit, la monarca ha capitaneado Reino Unido y los otros 13 países que forman la Commonwealth con el deber por bandera. Se ha ido lúcida y con las botas puestas, nombrando a su última primera ministra tan sólo dos días antes de dejarse llevar por la parca. Su legado es tan sobrio como simbólico y elocuente.

Sin conceder una sola entrevista en todo su reinado, la Reina nos deja una lección de comunicación y de cómo es posible encandilar con el silencio a una nación. Su carisma austero se contrapone con la verborrea de la que adolecen los actuales líderes del mundo, capaces de prodigarse frente a un micrófono sin decir absolutamente nada. A ella le bastó una mirada, un gesto o un chascarrillo para anidar en el corazón de su pueblo; de ello se infunde que gozara no sólo de la potestas que le otorgaba su cargo, sino de la auctoritas que le confería su precabida agudeza intelectual.

La institución que lega al Rey Carlos III goza de una salud extraordinaria gracias a su comprensión del papel que debe jugar en una monarquía constitucional y democrática. Discreta, elegante, respetuosa y prudente, la también Gobernadora Suprema de la Iglesia anglicana ha visto pasar 15 primeros ministros, 7 papas y ha mellado en una sociedad británica permeable que se ha empapado de su personalidad. Se abre una nueva era para un Rey que tendrá el reto de mantener la aceptación de su predecesora y de capear un siglo que ha olvidado los valores y los modales de su madre. The Queen is dead, long live the King!