Alba Pau en una imagen de archivo. | Marcelo Sastre

Cuando en Ibiza uno habla de solidaridad, de entrega, de cariño y de compromiso es imposible no pensar en Alba Pau. Ella tiene el curioso don de hacernos sentir tan afortunados como imbéciles con el mismo argumento. Mientras a unos nos preocupan las banalidades insulsas y pasajeras de la rutina diaria, hay familias con un hijo con cáncer, hay un autista sin terapeuta o hay un niño que sufre abusos sexuales. Vivimos en una burbuja de superficialidad que nos aleja de una realidad sangrante que nos puede tocar vivir en cualquier momento.

En la isla del ‘lujo’, de la excentricidad y de la opulencia más obscena hay niños enfermos sin la atención médica adecuada. Su agonía es un grito mudo a oídos de políticos sordos cuyo único talento es fingir empatía cada cuatro años. Para combatir esta lacra llamada indiferencia, Dios manda a sus ángeles con el fin de dar esperanza al desvalido y tormento al vanidoso. Basta con escuchar la realidad de cualquier niño atendido por APNEEF, por la Plataforma Sociosanitaria o por la Fundación Conciencia para curar la soberbia y comprender que no seremos una sociedad sana mientras haya un solo niño que sufra.

A Alba le llueven las ofertas para entrar en política pero ella se refugia en su labor con sus niños; he aquí la diferencia entre vocación y ambición; entre compromiso e interés. Mientras haya mujeres como ella, hay lugar para la esperanza.

Las medallas y premios ni curan el cáncer infantil ni contratan personal para atender a estos niños. Es menester pasar de la foto y la pompa al compromiso presupuestario. No podemos cargar tanta responsabilidad a espaldas de profesionales y voluntarios, ellos deben ser el faro que ilumine y guíe la acción política en materia sociosanitaria. A todos ellos, este insuficiente reconocimiento.