El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

Vivimos una das las horas más graves de nuestra historia moderna para el Estado de Derecho. Pedro Sánchez ha pasado de ser el narciso sonriente que resurgió de las cenizas a las que le condenó el aparato socialista a un autócrata dispuesto a jugarse un país para conservar la poltrona. Esclavo de los delirios de sus socios, el presidente que venía a dar oportunidades a los pobres ahora perdona a los ricos condenados por malversación. Rehén del nacional-populismo independentista, el presidente que defendía el cumplimiento íntegro de la sentencia que condenó a los líderes del procés ahora les indulta y deroga el delito que cometieron. Prisionero de la izquierda reaccionaria cubierta de brilli brilli, Sánchez se traga una Ley que nació para    defender a las mujeres y que ha acabado poniendo en libertad a sus agresores sexuales. El fin (la presidencia) justifica los medios.

Nunca antes el sentido de Estado y la política con mayúsculas habían estado tan ausentes. Sufrimos la soberbia de alguien dispuesto a disparar contra el poder judicial, acusando a los jueces de prevaricar, con el único fin de salvar su relato feminista plagado de contradicciones. Sin atisbo de pudor alguno, mete ahora sus garras en el Tribunal Constitucional por la vía de urgencia, enseñando el músculo del autoritarismo para colocar a afines que bendigan sus dislates legislativos.

El tiempo de Sánchez se agota, pero estamos ante alguien que ha demostrado no dar nunca la batalla por perdida. El coste democrático de sus reacciones aparatosas es un daño colateral que, a su entender, debemos sufrir los ciudadanos. Su proyecto político se ha agotado, ya sólo queda su proyecto personal. La Constitución es el mayor aliado que nos queda y la peor pesadilla del Gobierno.