El 'president' de la Generalitat, Ximo Puig (1d), saluda al presidente del PPCV y de la Diputación de Alicante, Carlos Mazón (1i), en una imagen de archivo. | Rober Solsona - Europa Press

Desde hace algunos meses, algunos periódicos vienen publicando nuevos capítulos de un caso de corrupción que se está destapando en la Comunidad Valenciana y que afecta al Gobierno socialista de Ximo Puig. Se trata de un asunto que, según lo que se ha revelado hasta ahora, reúne todas las características como para considerarlo un arquetipo de la corrupción política en España. «De libro», diríamos. Este sumario, sin los nombres y apellidos que lógicamente son específicos, podría ser incorporado a un manual de la financiación de la política en esta etapa de la historia de España.

El caso se llama ‘Azud’, nombre identificado por la prensa para lograr el mayor impacto mediático, algo complicado cuando estas historias se han repetido tantas veces.

En esencia, el caso consiste en inflar las facturas de los proveedores de obra pública para, con la diferencia, financiar al partido político que gestiona la institución que contrata, en este caso los socialistas. Entre otras obras, la causa abarca las desaladoras de agua. Como en todos los demás casos de corrupción, da igual el partido, aquí también hay un interfecto que cumple el papel de culpable y del que los responsables políticos dicen que no sabían nada, que no lo recuerdan, que iba por libre. En este caso se llama José María Cataluña, un Bárcenas ‘progre’. Alguien del partido, del entorno del máximo responsable, cuando no él mismo, le encargó en su momento a esta persona la creación de una maquinaria corrupta y probablemente también le advirtió que si el asunto se hiciera público habría de inmolarse y aceptar que esto había sido una idea suya.

Todo funcionaba exactamente igual que en nuestra Unión Mallorquina, o en el Partido Popular, o en Convergència i Unió, o en el PNV, o en el PSOE: se inflan los contratos y alguien se encarga de conseguir ese dinero para pagar las campañas electorales. Y tal vez se queda con las migajas que se pierden por el camino.

Este es el método de financiación español de la política, tanto allí donde se han destapado estos manejes como donde se ha preservado el secreto, tanto en los partidos grandes como en los pequeños. En ningún lugar el dinero de las aportaciones de los militantes, si existe, basta, de manera que todos se financia así, ilegalmente. Los proveedores, por supuesto, conocen que este es el modus operandi y que contra ellos los jueces tampoco serán duros. Baste ver que siempre se hace leña de los políticos, pero nunca de las empresas financiadoras que, por otro lado, son las mismas, auténticas profesionales.

Recuerdo a un empresario de este sector que trabajaba sobre todo con ayuntamientos, que en una comida me decía que todos los partidos actúan igual, más allá de cuán radicales se muestren en materia de honradez. Todos es todos. Y me daba ejemplos que no puedo repetir porque, por supuesto, no me dio prueba alguna.

Muy frecuentemente el estallido de uno de estos casos se produce porque algún intermediario cree que le han engañado. Como nunca puede haber un papel de por medio, el conflicto estalla fácilmente y acaba en la prensa. Siempre en la del bando contrario al partido del gobierno, porque los medios amigos del poder, cínicamente, se niegan a tratar la corrupción propia. Para mí que la mitad de los medios vigilen a la mitad del espectro político demuestra que el periodismo es solo medio presentable, es decir, vale cuando gobierna el enemigo.

En las cámaras autonómicas o en los plenos municipales, la oposición siempre considera que está ante algo muy grave, al tiempo que las mayorías gobernantes no ven nada relevante y se amparan en la presunción de inocencia.

Así hasta que algún juez o fiscal que quiere hacer carrera termina por montar un juicio ante el que nos rasgamos las vestiduras como si esto fuera una excepción y no la regla: en España, la política se financia sistemáticamente de forma delictiva, mediante flujos de dinero negro procedente siempre de las mismas empresas, todas ellas carentes de otra ideología que su beneficio económico.

Esta situación es deleznable por muchos motivos: las empresas venden su silencio a cambio del control total de la obra pública; los medios de comunicación, con contadas excepciones, se presentan como adalides de la transparencia cuando no son más que encubridores de la putrefacción y lo más repugnante, nuestros políticos se indignan con lo que hace el rival, al tiempo que se financian exactamente de la misma forma.

Para mí, una sociedad que no puede poner este tema sobre la mesa y resolverlo sin cinismo ni mentiras, aún tiene mucho que avanzar para ser verdaderamente democrática.