La bendición de las bestias de San Antonio se extendió a mi familia y otros animales, bichos y demás parientes. El fuerte viento de Poniente asustaba a los tímidos, pero los sospechosos habituales nos refugiábamos en las casetas celebrando la vida, pues ¿qué otra cosa hay que celebrar?

Un magnífico salvaje volaba con su kitesurf por la bahía de Portmany con vientos de cincuenta nudos mientras yo estaba parapetado en la caseta de Xicu Linares, echando pulsos a un pescador homérico, que destrozó mi muñeca cuando apostábamos por vino dionisíaco servido por una diosa en continua metamorfosis.

No existe pueblo igual, tan dado    a la juerga, como el portmanyí. Así me lo confesó ese sátiro maravilloso de San Mateo que era Andrés Monreal, quien gustaba de venir a perderse por el Portus Magnus, huyendo de tanta hipócrita burguesía que se extendía por el resto de la isla al tam-tam de un simulacro de lujo.

Cierto es que nuestras fuerzas vivas –las presentes, el resto ni siquiera cuentan—semejaban a ratos un capítulo de Miami Vice, y que mucho hay que mejorar en propósitos y transparencia, que se pronuncien de una vez en que contra de los ferrys que no necesitamos y, ¡mucho cuidado!, con el proyectado paseo que podría finiquitar nuestro lado salvaje (salvaje es el que se salva) que nos caracteriza, permitiendo baños desnudos en una costa divina.

Me encuentro al lado de las bestias benditas, en el pueblo que ostenta la mejor geografía pitiusa, y por eso mismo hay que mimarlo. Brindo y fumo porque los encargados de la cosa se den cuenta y defiendan nuestros verdaderos intereses por encima de chacales turísticos.