La actual situación financiera empieza a apretar. La hipoteca, la alimentación, la gasolina, el ocio. Todo dispara sus precios, en algunos casos porque es inevitable y en otros por codicia. Pero el problema no acaba ahí. Ayer mismo el Tesoro ‘colocó’ cinco mil millones de euros, que se dice pronto, a un interés más elevado que el que ofreció en enero, en la última venta de letras a seis meses. Es decir, en agosto toca devolver todo ese dineral y añadirle un buen pico en intereses, al precio más caro desde 2012. Estábamos los consumidores y el Gobierno muy tranquilos con tantos meses consecutivos de tipos negativos, un regalo que nos dejó la crisis de 2008 y que prolongó la pandemia. Pero, aunque nada de eso ha pasado todavía, las tornas se vuelven siniestras gracias a la guerra de Ucrania y la inestabilidad surgida tras el parón de producción y distribución generado por el coronavirus. La inflación desorbitada empuja al Banco Central Europeo –que sigue el ejemplo del otro lado del Atlántico– a subir el precio del dinero y eso, que a algunos millonarios les resulta más que tentador, al común de los mortales y especialmente a las personas, empresas e instituciones altamente endeudadas nos hace la pascua.

Porque esa millonada que el Estado se compromete a abonar puntualmente a sus benefactores no sale del bolsillo de ningún ministro, ni del presidente del Gobierno ni de su partido. Sale de nuestros salarios, de nuestras compras, de los impuestos que pagamos todos los días, aunque seamos poco conscientes de ello. Aun así, no basta, por eso se endeudan más. Todos los gobiernos lo hacen, pero quizá haya que plantearse –como hacemos las familias– en qué momento echar el freno al desenfreno.