"El matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, si no por obra de Dios". | Pixabay

En el pueblo hebreo existía la ley del talión. En los primeros siglos del pueblo elegido - el pueblo de Israel -, dicha ley suponía un avance ético, social y jurídico notorio. Se trataba de que el castigo no podía ser mayor que el delito. En la moral del Nuevo Testamento Jesús da el definitivo avance con las palabras que nos dice. Debe combatirse el mal en el mundo con la fuerza del bien. No hemos de querer para otros lo que no querríamos para nosotros. La Iglesia, a partir de la enseñanza de Jesús, y guiada por el Espíritu Santo, ha concretado la solución del caso especialmente grave del adulterio, y establece la licitud de la separación de los cónyuges, pero sin disolubilidad del vínculo matrimonial y, por tanto, sin la posibilidad de contraer nuevo matrimonio.

El matrimonio no fue instituido ni establecido por obra de los hombres, si no por obra de Dios; fue protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del mismo autor de la naturaleza, Dios, y del restaurador de la misma, Cristo Señor, leyes, por tanto, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Al morir uno de los dos, el que vive queda libre para volver a casarse en nuevas nupcias.

Dice el Señor: el que mira a una mujer casada, deseándola, comete adulterio en su corazón. Cuando Jesús perdona a la mujer sorprendida en flagrante adulterio, no defiende el pecado, sino al pecador. El que se une a una mujer casada comete adulterio y la mujer que se une a un hombre casado, también comete adulterio. Los casados aceptan las condiciones del vínculo matrimonial que hacen indisoluble su unión matrimonial. Un matrimonio rato y consumado no debe ser anulado. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. Dios no es, en modo alguno a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las «perfecciones» del hombre y de la mujer reflejan algo de la perfección infinita de Dios: las de una madre, las de un padre y esposo. (Cat. de la I. Católica número 370)