Imagen de archivo de una manifestación del 8-M en Ibiza. | Daniel Espinosa

Mi abuela sacó adelante a su familia tras ser abandonada por su marido con tan solo 20 años; convirtió su casa en una pensión y les dio a sus tres hijos la mejor educación y valores que pudo. Mi madre, digna hija de esa Montserrat fuerte, noble y alegre, nos educó en la igualdad, instándonos a ser felices y a valernos por nosotras mismas, no dependiendo nunca de un hombre, ni emocional ni económicamente, y escogiendo bien a nuestros compañeros de vida para hacer mejor este paseo. Una educación que compartió de la mano de mi padre, para quien sus tres hijos éramos iguales, independientemente de nuestro género, y quien nunca nos cortó las alas ni nos puso barreras. Hoy mi hermano y mi cuñado siguen su estela demostrando que la conciliación laboral y familiar solo es posible si se comparte a partes iguales y sin fisuras. Porque entre dos los saltos al vacío son más fáciles y altos.

Desde que tengo uso de la razón me he proclamado feminista. Un término que etimológicamente alude a la equiparación de nuestros derechos con los de los hombres. Por lo tanto, todos los hombres que me rodean son, sin duda, tan feministas como yo, y les aseguro que no hay ningún destello de machismo en sus huestes.

Con tan solo 23 años rumbeé una emisora de radio y he sido jefa de informativos y de programación en diferentes cadenas durante años. Desde hace 19 vueltas al sol dirijo una empresa compuesta por mujeres y he escogido libremente no ser madre, no por falta de ayuda o imposibilidad, sino porque creo que esta elección debe hacerse desde la vocación y no desde la imposición social o biológica.

Esta semana hemos celebrado el Día de la Mujer con sororidad, rindiendo un sentido homenaje a todas las que nos han precedido y abrazando a las que nos sucederán, para que nadie las haga sentir nunca débiles, delicadas, dulces o infantiles, para que el paternalismo, el acoso, la violencia o la discriminación se erradiquen para siempre de sus particulares diccionarios y para que sean personas plenas, que no teman volver solas a casa o que sus superiores les toquen el culo o los ovarios. Y sí, deberíamos haberlo conmemorado todas: las que votan en morado, en rojo, en azul o en verde, las ecologistas, las animalistas, las religiosas y las laicas. Las que suman más de 80 años en sus osamentas y las que todavía no han cumplido la mayoría de edad, porque en esta reivindicación no deberían separarnos los colores, sino que deberíamos generar arcoíris, y porque las peleas para demostrar quién tiene la bandera más grande son más propias de ese patriarcado que denuncian las más beligerantes, que nuestras.

El feminismo une, no separa, porque eso lo para y lo frena. No hay feministas de primera o de segunda y muchos, muchos hombres, también asumen con normalidad que nuestros genitales no marcan nuestros sinos.

No, amigas, nosotras no somos cachorras, ni esperamos a nuestros machos lloriqueando en casa y siendo felices sólo cuando regresan, cuando nos acarician el lomo o en los breves instantes en los que nos regalan las sobras de su tiempo. Nosotras cantamos a gritos en los 90 que no seríamos mujeres florero y hoy recordamos a voces que preferimos facturar a llorar. Nosotras nos sentimos hermanas y nos apoyamos sin juicios ni críticas. Nosotras celebramos esta fiesta de la igualdad cada día, sin mirar a nadie por encima del hombro y sin fisuras, porque no hay igualdad sin libertad y castrar creencias o imponer disciplinas de voto no solamente no es feminista, sino que, además, no es democrático.

Denunciaba Emilia Pardo Bazán hace 150 años que «la educación de la mujer no puede llamarse tal educación, sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión.» Y fue su voz la que cabalgó sobre los derechos que hoy disfrutamos, impulsando la colección Biblioteca de la Mujer, desde donde defendió nuestro derecho a la educación y desde donde criticó ferozmente la indiferencia social ante lo que calificó de «mujericidios», «feminicidios» o «ginecidios». Ya lo ven, esta lucha, la nuestra, la de todas, no es nueva, solo tenemos que escuchar y aprender más de las que nos abrieron los ojos y las puertas.

No os equivoquéis, nosotras nunca fuimos cachorras, como mucho, lobas, y como tales es en manada como somos mejores. Aullemos fuerte y al unísono, que esto no se para y que quienes no tienen la suerte de vivir en un estado democrático de derecho donde alzar su voz, necesitan de nuestras fauces y de nuestras garras para exigir igualdad en todo el mundo, no solamente en nuestros barrios.