Vista general del hemiciclo del Congreso de los Diputados. | CONGRESO - Archivo

Cuando el viejo y digno mariscal de campo, Hindenburg, conoció al cabo Hitler, que ya había hipnotizado a gran parte de Alemania, no le impresionó en absoluto: «¿Ese hombre como canciller? En todo caso lo nombraré jefe de Correos para que pase la lengua por los sellos en los que aparece mi cabeza.» El resto es la historia de un meteoro terrorífico que, pese a su tremenda vulgaridad, convulsionó a la humanidad.

La vulgaridad suele ser una característica de los tiranos modernos. También su odio al hedonismo y un complejo de inferioridad que se sublima en incontenible afán por dictar la vida de los otros.

Entre los gobiernos que se llaman democráticos también hay tiranos. Cierto es que andan camuflados por el poder legitimador de las urnas y que, afortunadamente, se les puede echar al cabo de cuatro años. Pero ¡qué daño hacen mientras tanto! Psicópatas que destilan odio contagioso, megalómanos que piensan pasar a la Historia, vanidosos que persisten en sus errores, niegan siempre cualquier responsabilidad y anulan toda crítica en el seno de sus cobardes filas. Llegaron al poder por carambolas de una fortuna demoníaca y andan como poseídos por una fuerza oscura. Para acceder al poder público debiera ser obligatorio pasar un examen psicológico.

Pero todavía más asombroso resulta la cantidad de memos que nombran como ministros. Gente que jamás destacaría en la esfera privada, pícaros que nunca dieron palo al agua fuera del chiringuito público. Solo en una cosa son cum laude: adolecen de una diarrea verbal incontenible. El cántaro vacío es el que más suena. ¿Erótica del poder? Eso danzaba con la maravillosa Cleopatra. En el vaivén del péndulo histérico, actualmente toca vulgaridad.