Volví a perderme la gala de los Oscar. En su lugar me preparé un Very Dry Martini a la Ibicenca, con vodka y una gota de absenta Marí Mayans, y vi la gozosa comedia dirigida por Billy Wilder, Love in the Afternoon. Está protagonizada por Audrey Hepburn, Gary Cooper y Maurice Chevalier, auténticas estrellas de cine, con gran personalidad, de una época que no pretendía ser igualitaria, sórdida o permanentemente ofendida. El guión es sutil, picante y chispea como las burbujas doradas de una copa de champagne, sin las vulgaridades o groserías, tan a la mode entre los actores modernos que leen sus guiones en clínicas de desintoxicación o hacen cursos para liberarse de la maravillosa adicción al sexo.

Sin duda era otra época. El Séptimo Arte fue desarrollado por húngaros escapados de las monstruosas vulgaridades socialistas, nazis o soviéticas, que emigraron a América sin un dólar pero con mucho mundo. Y tuvo su esplendor hasta la absurda caza de brujas, la aparición de la castradora corrección política y el inicio del dominante bodrio con mensaje que tanto acapara las conversaciones de los progres.

Pero me cuentan que Hugh Grant levantó polémica cuando una periodista no le preguntó por la felación de Sunset Boulevard sino que quiso saber de quién era su smoking. «Es mío», zanjó el actor británico. Bien dicho. Es el colmo de la horterada eso de lucir logos comerciales, ser un esclavo de la dictadura de las marcas y tener que confesar cómo se llama tu sastre.

Cuando Katherine Hepburn conoció a Spencer Tracy, le dijo que era muy bajito para ella. Tracy respondió: «No se preocupe, miss Hepburn, que la pondré a mi altura».