Dicen los expertos que una de las consecuencias más claras de la pandemia es la inclinación de la población a quedarse en casa, pues durante el confinamiento millones de personas descubrieron las infinitas posibilidades de ocio y placer que proporciona el propio hogar. A mí me parece que está ocurriendo todo lo contrario. Al menos aquí, en Palma, en Mallorca, da la sensación de que nadie quiere permanecer encerrado entre cuatro paredes más de lo estrictamente necesario, pues todos los días vemos calles, plazas, montañas, playas, carreteras, caminos, pueblos, terrazas... colonizados por un gentío que, en definitiva, lo que desea es estar al aire libre, donde sea, da igual haciendo qué, lo importante es no estar en casa. Muchas veces esas querencias van con la personalidad, hay gente extrovertida y callejera, que sufrió lo indecible durante aquellos meses de encierro forzoso, y hay quien adora la soledad, la quietud, incluso el silencio, y lo que más disfruta es la serenidad de lo íntimo y personal, de ese territorio privado que es a la vez refugio y fuente de ocio. Sin duda es cierto que ahora hay muchas más familias abonadas a plataformas televisivas de streaming y para casi todos nosotros se ha vuelto algo natural coger el teléfono móvil y encargar un menú en cualquier sitio cuando comprobamos que la nevera está vacía o nos abandonan las ganas de cocinar. Pero estoy convencida de que existe algún resorte desconocido en el interior de la mayoría de los seres humanos que se despertó con la pandemia y que les impulsa a conquistar el exterior, a exponerse al sol, al viento, a la nieve, a lo que sea que les recuerde que aquella pesadilla ha quedado atrás y que vuelven a «sentirse libres», como si la libertad fuera sinónimo del movimiento o la agitación.