Dudo si marcharé a la acrópolis ibicenca a empaparme de aromas medievales. Gracias al urbanismo delirante (resulta asombroso: todo lo que tocan, lo empeoran) se ha transformado en una ciudad realmente incómoda. Aunque tal vez, si encontrara una yegüita candorosa, me gustaría ascender a la polis más antigua de Baleares y trotar por sus armoniosas callejuelas (son maravilloso ejemplo de sagradas proporciones para tanta ramera arquitecto de la fea y falsamente utilitaria modernidad), abriéndome paso entre el baño de multitudes que, con un hambre de generaciones mezclada con un consumismo galopante, asalta los puestos moros, judíos y cristianos, celtas y romanos, fenicios y gitanos (tempus fugit: el tiempo es una cama elástica), donde alguna hechicera lee la buenaventura mientras agrego un chorrito de tequila al té a la menta.

¿Hubo alguna vez derecho de pernada en las Pitiusas?, me pregunta una opulenta bretona desembarcada de una de esas cárceles flotantes que llaman cruceros. ¡Jamás! La diosa Tanit siempre ha alentado un matriarcado sutil pero poderoso. Las alotas casaderas escogían al mozo y, si encontraban alguna oposición familiar, directamente se fugaban de casa. ¡Y la sangre corría por su belleza! Los duelos entre los verros que las cortejaban eran tan comunes que Ibiza, donde no se cerraban las puertas, llegó a tener el índice de crímenes pasionales más alto de Europa. Hasta el Uc fue prohibido.

Pero no todo es tan dramático. También tenemos al dios danzante Bes, alentando a cachondeos, escarceos y otros meneos en la fugacidad del instante, que solo lo efímero permanece y dura entre el laurel y la rosa, filosofía hedonista ideal para los zánganos y cigarras que soñamos vivir poéticamente.