Existen muchas Ibizas pero, sin duda, la más auténtica, plácida y bonita es la que se manifiesta en invierno. En un entorno preso del ruido, el frenesí y los excesos, lo que se vivió el pasado domingo en Can Ventosa fue un bálsamo de luz y paz idóneo para atemperar las almas de los afortunados que pudimos disfrutar de la Simfònica y del pianista ibicenco Llorenç Prats.

La tarde prometía. Faltaba más de media hora para que empezara el acto y la gente ya se agolpaba nerviosa a las puertas del auditorio. Había ganas de música. Lo que pasó después no dejó a nadie indiferente.

Para esta ocasión, el Patronat de Música d’Eivissa volvió a acertar con el repertorio. Lejos de un programa soporífero que fundiera a un público adormecido en sus butacas, el director Fernando Marina escogió para la ocasión dos joyas del clasicismo: el concierto para piano nº21 en Do Mayor KV467 de Mozart y la Sinfonía nº104 de Haydn. Ambas obras fueron compuestas en la madurez musical y, aunque muy diferentes, descubren las grandes virtudes de tan prolíficos compositores.

Con tan sólo 29 años, Mozart perpetró una de las partituras más sugerentes y queridas para los pianistas. Demostrando ser un gran compositor de ópera, nos regala melodías y frases que incluso anticipan el estilo belcantista que nacerá en la primera mitad del siglo XIX. En su amada y luminosa tonalidad de Sol mayor, Mozart nos presenta el tema principal de la obra que discurre, elegante y sobrio, sobre la melancolía que desprenden los vientos. Se trata de una obra en la que la serena precisión se reivindica como alarde de la ilustración.

Marina dirigió la partitura con la contención oportuna para que se reivindicara el protagonismo del piano. El maestro supo dibujar las dinámicas oportunas y llevar un tempo que permitiera el lucimiento del pianista invitado, sin ahogarle en excesos rítmicos ni hundirle en la monotonía de un tempo demasiado lento. En este aspecto, cabe destacar que la Simfònica se está superando a cada concierto y está demostrando un crecimiento y una madurez a la altura de lo que se espera de una formación de estas características. Suena compacta, ágil y solvente, sin titubeos.

El único matiz que se podría hacer a su producción sonora es la sala, del todo inapropiada para un concierto de estas características. Por esta razón se antoja imprescindible que se adjudique de una vez la construcción de la futura Casa de la Música, un proyecto imprescindible para la ciudad y la isla, dado que no existe un solo espacio en toda Ibiza apto para la música sinfónica o la ópera.

Llorenç Prats volvía a casa y lo hizo triunfando. Seguro y concentrado, su interpretación nos dejó una lección de virtuosismo. Con el juego de dinámicas que cabe esperar de un gran pianista, supo bailar entre la contención nostálgica y el brillo de una partitura que se presta a irradiar al público con su espíritu racional. Su ejecución discurrió sin mácula, navegando por los recovecos de la sonoridad que le brindaba un piano cedido gentilmente por la Asociación Pro-Música de las Pitiusas. Como era de esperar, Prats recibió una generosa respuesta de un público que supo apreciar la calidad técnica y el esfuerzo del intérprete. Su concierto fue de menos a más: de la prudencia y la adaptación a la más cálida expresión de dominio en un marco clasicista que no se abandona a la emoción.

Finalizado el Mozart, el listón estaba alto pero la OSCE volvió a demostrar que goza de buena salud. Esta vez sin partitura, Fernando Marina dio rienda suelta a la imaginación y dirigió una magnífica Sinfonía 104 de Haydn llena de colores. Marina condujo la orquesta con intensidad y pasión, consiguiendo que el público se olvidara de lo reiterativa que puede llegar a ser la obra si se dirige con monotonía y simpleza.

La energía que desprendió Haydn en Can Ventosa fue la propia de un clasicismo sin grandes pretensiones melódicas, pero con una clara vocación sinfónica dispuesta a desarrollar la misma idea con interlocuciones entre los vientos y las cuerdas. Es decir, nos encontramos ante una partitura comedida que la Orquestra supo exprimir adecuadamente. Fue especialmente notable la complicidad entre el director y su concertino, el mallorquín Ramón Andreu, cuya suave muñeca moderó con delicadeza a una sección de cuerda que pedía más. Es imperativo poner en valor que en un solo fin de semana de ensayos, Can Ventosa acogiera un resultado tan digno, bien ejecutado y gozoso. El concierto acabó con una sonora ovación y con un acertado bis: el último movimiento del «Carnaval de los animales» de Camille Saint-Saëns.

El tándem Mérgola-Marina funciona. Si son capaces de mantener la calidad de lo que escuchamos el domingo y apuestan por un repertorio fresco y digerible, auguro muchos más éxitos a la Simfònica y una notable contribución a la mejora de la sensibilidad musical de los ibicencos. Si un territorio con la mitad de habitantes como Menorca, goza de una programación de música clásica que no tiene nada que envidiar a las grandes ciudades, nuestra isla también puede ser un rincón en el que potenciar esta faceta.

Es hora de meter a nuestros residentes y visitantes cultura en vena, en lugar de otras sustancias mucho más tóxicas. Hay una Ibiza silenciosa que empieza a despertar de su letargo y que está cansada de sufrir los efectos de las masas y los excesos. Esta Ibiza que levanta la voz no grita, sino que con sus actos demuestra que está ávida de otras experiencias y sensaciones como la que nos regaló la Orquestra Simfònica Ciutat d’Eivissa.