Juan Antonio Escandell. | Toni Planells

A Juan Antonio Escandell (?, 1958), todo el mundo le conoce como Morales, pertenece a una generación que ya ha atravesado varias pandemias, y no todas con un virus como protagonista. La pandemia de la heroína, de la mano de la del SIDA, supuso un zarpazo brutal para la juventud de los años 80. Morales es uno de los pocos supervivientes de esta generación que cayó en la trampa del caballo y que todavía está pagando sus secuelas. Atiende a Periódico de Ibiza y Formentera donde vive, en la calle del barrio que le ha visto crecer, en el Puerto de Vila.

¿Dónde nació?
— Pues la verdad es que no lo sé. Mis padres biológicos me dejaron abandonado en Dalt Vila cuando solo tenía unos días, en el callejón la Portella. Allí se me apareció un ángel y me adoptó un matrimonio, José y María, mis padres verdaderos. Me crié con ellos toda la vida en Sa Penya, me dieron una educación, me dieron unos estudios.

¿Dónde estudió?
— La verdad es que lo de los estudios no acabé de aprovecharlo. Estuve lo justo, ocho años, en el colegio, en Juan XXIII. Todos los compañeros de entonces se acabaron sacando la carrera, hay médicos, arquitectos, periodistas… pero la carrera más larga la hice yo, la de la calle (ríe). Cuando lo dejé me iba a la plaza de toros a montar los caballos de rejoneador, después me fui como voluntario a la Legión, en el Tercio Don Juan de Austria en Fuerteventura, hasta llegué a saltar en paracaídas.

Vivió su infancia en Sa Penya, ¿echa de menos el barrio de entonces?
— Sí, es uno de los sitios más bonitos de Ibiza, y lo tienen todo degradado, sucio y abandonado. Cuando yo era pequeño mi madre se iba y dejaba la puerta de casa abierta y no pasaba nada, ahora puedes poner cuatro candados, que te lo revientan todo. Esto me duele por que es donde me he criado.

¿Vivió allí toda su infancia?
— Sí, hasta que mis padres vendieron la casita y se compraron un piso delante de la plaza de toros. Ese piso me lo acabé comiendo por la vena.

¿Se refiere a su adicción a la heroína?
— Sí, no me escondo: lo que yo he sido en mi vida es toxicómano, puro y duro. Soy yonki y no me cuesta reconocerlo. He estado enganchado 29 años.

Ahora está bien. ¿Cuánto hace que se desenganchó?
— Ya hace 18 años que no me he vuelto a pinchar. Nunca más, esto ya se terminó para mí. Estoy limpio, y cuando me ducho todavía más [ríe]. Cuando estuve pagando la penúltima condena de cuatro años me dije «engánchate a la vida». Soy un superviviente.

Su vida daría para hacer una novela.
— De hecho tengo varias decenas de libretas escritas para mi biografía, cada día escribo, me está ayudando una persona que es escritora y esto sí me haría ilusión que saliera adelante.

Créditos: Toni P.

¿Qué han significado las drogas en su vida?
— La droga ha sido mi vida. Es el camino que elegí. He vivido etapas muy duras, pero soy consciente de que me lo he buscado todo yo, nadie me puso una pistola en la cabeza para que me pinchara. Antes, a los yonkis nos llevaban al psiquiátrico del antiguo hospital, donde está ahora el Consell. Allí nos amarraban con cadenas en el sótano, como a un Cristo, y nos metían Sinovan.

Ha estado jugando muy al límite con su vida.
— ¡Vaya, me han dado por muerto cinco veces! [ríe], «encontrado sin vida politoxicómano muy conocido por sobredosis», así varias veces. Me pinchaba al lado de los focos de la Catedral y una vez que me pasé se creyeron que estaba muerto. Otra vez, tras pincharme en los bancos de piedra de al lado del Ayuntamiento, me caí abajo y no me hice nada. Otra vez tuve que saltar por una ventana de un tercer piso sin ver que había un cristal y me pusieron veintitantos puntos. Hasta me llegaron a dar cuatro puñaladas una vez que quise ayudar a una señora que estaban atracando. Además, me falta medio pulmón por un infarto de pulmón; salí del hospital con 37 kilos. Los médicos me dicen mucho que no saben de qué estoy hecho.

¿Cuándo tuvo su primer contacto con las drogas?
— De pequeño, con 12 o 13 años, yo era muy callejero y por aquí (el puerto) había mucho tripi y hachís. Mi primer ‘pico’ me lo metí con unos 20 años, me casé con una mujer que ya era toxicómana, y cuando la vi pincharse yo también quise probar; ya lo había probado por la nariz pero nunca por la vena. Con el primer ‘pico’ estuve todo el día vomitando, pero es una droga que te deja tan sedado y a gusto que te enganchas enseguida. Yo estuve enganchado 29 años.

¿Tiene miedo a morir?
— A morir no, lo que tengo miedo es a sufrir.

¿Cómo es su día a día?
— Me despierto aquí [en su tienda improvisada en la calle] y me voy a desayunar en Can Brodis, me doy una vuelta y después regreso a esta zona y barro, podo y mantengo la zona un poco decente. Además vigilo que no haya robos ni cosas raras por aquí.

¿Recibe ayuda?
— Sí, siempre me han ayudado mucho gente como Tolo Darder, Dani Tur, Mariano Torres, Pepe Ribas o Juanito de Ca n’Alfredo siempre han estado ahí para ayudarme cuando lo he necesitado, y mucha más gente que no te cabría en una página. Hay que saber lo jodido que es vivir en la calle, y aún más para quienes no estamos bien de salud. A mí me falta medio pulmón.

¿No aprovecha los recursos del Ayuntamiento?
— Hay una asociación, Aldaba, se encarga de la administración de mi dinero. También es verdad que tengo la sensación de que los trabajadores sociales siempre ponen pegas. Cuando he ido al albergue de sa Bodega me he encontrado con goteras justo en la almohada y con gente muy irrespetuosa; yo respeto a todo el mundo, pero hay gente que cuando va muy borracha no tiene respeto por nada. Para el albergue nuevo, por lo visto no soy apto, se ve que hay que tener un perfil de alto estánding, parece que necesitas una tarjeta VIP para poder ir allí.