Catalina ante la puerta de su casa en Can Sulayetas. | Toni Planells

Catalina Ramon (Ibiza 1945) nació en Can Joan de Besora, Sant Joan, a pocos metros de la casa de la que ha estado al frente desde que se casó en 1963: Can Sulayetas. Años después de haberse retirado del negocio sigue visitando el bar a diario desplegando su simpatía inacabable.

— ¿Nació usted en Can Sulayetas?
— No, yo nací en Can Joan de Besora. Que es una casa que hay un poco más arriba. Me casé con el dueño de esto, Pep Tur. Era muy jovencita, tenía 18 años, nos casamos el día del Pilar de 1963.

— ¿Se trasladó entonces a Can Sulayetas?
— Claro, si me hubiera tenido que quedar en mi casa, ¡no hubiera hecho falta que me casara! (Ríe).

— ¿Cómo era la infancia de una niña como usted, que vivía en es Rubió?
— Yo no iba al colegio. Al colegio iban los niños, las niñas no hacía falta que fuéramos. Además la escuela estaba a ocho kilómetros y la maestra no enseñaba más que catecismo. A mí me gustaban mucho las matemáticas e iba a un particular que me enseñaba, no era ni maestro. Entonces tendría unos diez años y recuerdo que mientras guardaba las ovejas iba cantando las tablas de multiplicar. A escribir no nos enseñaron mucho. Igualmente me acabé sacando hasta el carnet de conducir, eso sí, cuando tenía 43 años.

— ¿Cuénteme, cómo era eso del festeig?
— No te creas pude ir mucho de festeig. Mi padre era muy estricto con eso. Era hija única y me tenía avisada de que hasta los 17 años no quería nada de eso en su casa. Pobre de mí si me hubiera pillado. Las chicas de mi edad ya festeijavan pero yo no podía. Como mucho podía hablar con alguien a la salida de misa cuando nos juntábamos los jóvenes. Tenía que llevar zapatos y calcetines, que cuando una chica se empezaba a poner medias significaba que ya estaba disponible para el festeig.

— Seguro que alguno lo intentaría...
— (Ríe con picardía) Hubo una vez que mi padre estaba en Es Portixol y vio a un joven del barrio con una radio camino de mi casa. Enseguida pensó: «Este va a ver a mi hija». Así era. Menos mal que estábamos sentados en el escalón del porche, uno bien alejado del otro, con la radio en marcha, por que mi padre salió de Es Portixol para ver qué sucedía. «Pasaba por aquí y me he parado a enseñarle la radio y a hablar con su hija», le dijo el joven a mi padre mientras le ofrecía un cigarro. Mi padre se fumó el cigarro y no dijo nada.

— A los 17 ya se pudo poner tacón y medias, ¿empezaron entonces a revolotear los pretendientes?
— No venían muchos, pero por que yo ya hablaba con Pep. Los lunes íbamos a la fuente y él siempre se las apañaba para que coincidiéramos y hablar un rato. Eso ya venía sucediendo desde que yo tenía 13 años.

— Entonces Pep se lo estaba trabajando poco a poco durante años.
— Sí, de hecho él era 17 años mayor que yo. ¿Sabes qué?, que el día que yo nací y le contaron que había nacido una niña en Can Besora él dijo: «Ha nacido mi esposa». Así fue.

— Hábleme de su boda
— Yo ya me casé de blanco, que hasta entonces las novias se casaban de negro. Mi padre me dejó comprar un vestido y todo lo que quisiera. El convite lo celebramos en Can Sulayetas, por que en mi casa no había suficiente espacio (los convites se hacían siempre en casa de la novia). Había 140 personas entre familiares, vecinos y amigos. Ellos mismos se traían las sillas y mesas. Alquilamos todo lo necesario (platos y cubiertos) a un restaurante. Vinieron dos cocineros que hicieron una paella. Matamos un cochinillo para hacer una frita. Para el sofrit pagés matamos dos o tres corderos. ¡Tres platos!.

— Menuda celebración
— ¡Sí!, la gente iba contentilla. Cantaban y todo, por ejemplo la de ‘La Virgen del Pilar dice’, por que era el 12 de octubre, pero también muchas más, cuanto más cochinas mejor (ríe).

— ¿Se hacía ballada payesa?
— No, por aquel entonces no se bailaba payés en las bodas.

— ¿Y viaje de novios?
— El viaje de novios lo hicimos al día siguiente: ¡nos fuimos al huerto a sembrar! (ríe). Piensa que no teníamos ni un duro: para casarnos y comprar los muebles tuvimos que pedir 40.000 pesetas a unos tíos que habían vendido una marina. Era mucho dinero y había que devolverlo.

— Cuando se trasladó a Can Sulayetas, esto ya era bar y tienda.
— Sí, pero no estaba como ahora, ha cambiado mucho. Aquí no hubo luz ni agua corriente hasta 1973 y el bar y la tienda estaba en la otra puerta que hay fuera. Cuando me trasladé eso daba a las habitaciones y el bar estaba lleno de gente que bebía. Jugaban a cartas y fumaban mucho. Venía gente mala de Ibiza. No se podía estar con esa peste de tabaco y ese ruido. Entonces pusimos el bar dónde estaba el almacén: dos mesitas y una barra.

— ¿Se jugaba mucho a las cartas?
— Sí. Recuerdo que se hacían partidas grandes. He llegado a ver como gente que tenía una buena finca la perdía jugando a las cartas. O el que vendía una vaca llegar con las manos vacías por jugar al ‘munti’.

— ¿Trabajó siempre en la tienda y el bar?
— Sí, a mi marido no le gustaba mucho la tienda. Pero yo también estuve trabajando, aparte de la tienda, en una casa durante 12 años. También cuidé de mis suegros, que murieron muy mayores y de mis hijos, claro. Desde entonces ha cambiado mucho, he llegado a tener hasta 7 trabajadores. Los quería mucho a todos, Sílvia estuvo 12 años y Lina nueve. Hace unos años que ya no estoy, pero todavía me llaman «la jefa».

— ¿Que tal la jubilación?
— Al principio a mi marido le dio por que viajáramos, pero juntos, si yo no iba él tampoco (y viceversa). Entonces viajamos muchísimo, el primero a Ronda, pero también a San Sebastián y [se le ilumina la cara] a Italia. La mar de bien. Ahora por las mañanas cuido del huerto y por las tardes me doy un paseo con las amigas.