Sandra en Can Bufí, su casa. | Toni Planells

Sandra Cormenzana (Barcelona, 1973) pertenece a una de las familias de emprendedores ibicencos más reconocidas de Ibiza, Can Bufí. A día de hoy regenta junto a David, su marido, y un equipo al que no duda en calificar de «familia» el bar que sus abuelos pusieron en marcha en los años 40 del siglo pasado.

— ¿Dónde nació usted?
— Nací en Barcelona, pero fue por cuestiones médicas de mi madre, que le faltaba un riñón. Pero vamos, que se podría decir que nací en Ibiza. Soy de Can Bufí, que es mi segundo apellido. El apellido Cormenzana viene de fuera. Mi abuelo paterno era Policía Nacional y le iban destinando a sitios distintos. En Ibiza, aparte de policía, también era maestro en Puig d’en Valls, le llamaban Don Pío.

— ¿Creció en Can Bufí?
— Sí, aquí mismo está la casa de mis padres [señala una marca de lo que había sido una puerta que da directamente al bar]. Yo me he criado en el bar.

— ¿Quién abrió el bar?
— Los primeros fueron mis abuelos, Vicent y Pepa, que se hicieron aquí la casa (la casa grande de Can Bufí está más arriba). También montaron la tienda en la que vendían sacos de comida para animales y esas cosas. En aquellos tiempos, en Blanca Dona, había un cuartel militar y muchas veces se acercaban los militares a pedirle un plato de comida a mi abuela. Así que, a la hora de preparar la comida para la familia (que ya eran ocho con sus seis hijos), mi abuela comenzó a cocinar unas grandes olladas de lo que fuera que cocinara ese día para venderles a los militares. Mi abuelo fue, aparte de un gran ballador y pescador, un verdadero emprendedor: no solo la tienda y el bar, también puso en marcha el hipódromo (que también era canódromo), el Glory’s y el tema de las basuras que después desarrollaron mis tíos Xicu y Vicent fundando Herbusa.

— ¿Siempre ha llevado el negocio su familia?
— No siempre. Mi abuela lo alquiló durante una temporada antes de que mis padres, Ricardo y Pepita, se hicieran cargo cuando yo era muy pequeñita. En 1998 mis padres lo alquilaron hasta que, en 2009, David, mi marido, insistió en que nos hiciéramos cargo nosotros del legado de mis padres y de mis abuelos. Es un valiente y me acabó convenciendo. El argumento era más que contundente y es que, con lo que ganábamos en nuestros trabajos, difícilmente podríamos pagar los estudios de nuestros hijos, Alba y David.

— ¿Entonces, a usted no le gustaba el oficio?
— (Ríe) ¡Yo siempre les había dicho a mis padres que no me verían nunca trabajando en el bar! Pero la historia se repite generación tras generación y el paralelismo de mi vida con la de mi madre llega a puntos sorprendentes. Nos casamos las dos a los 25 años, la primera hija la tuvimos a los 28 y después tuvimos a un hijo varón. Además, las dos acabamos trabajando en el bar. A día de hoy puedo decir que tengo verdadera pasión por este trabajo.

— ¿Cómo fue esa vuelta a casa?
— Pues tengo que decir que fue muy duro. Piensa que en 2009 estábamos en plena crisis. Durante siete años tuve que compaginar el trabajo del bar con el de la escuela de Puig d’en Valls. Reconozco que hubo momentos en los que me planteé seriamente tirar la toalla, pero los ánimos y el apoyo que me brindaron mis padres y mi marido me ayudaron a seguir adelante. Mis padres están orgullosos de ver que seguimos haciendo lo mismo que hacían ellos. El célebre bocata de carne asada sigue siendo la receta exacta de mi padre. De hecho, todavía viene gente que ya eran clientes suyos, que me conocen desde niña. Trabajamos muy duro para poder recuperar los clientes que se llevó la crisis de esos años. Para que te hagas una idea, no pudimos irnos toda la familia de vacaciones hasta 2015.

— ¿Cuál es el secreto para recuperar la clientela?
— Por un lado el equipo que somos: es una familia, por un lado David, mi marido e Ismael, el cocinero, son los mejores amigos de siempre, y Manolo e Isabel son mis amigos desde la infancia. En cuanto a los clientes, cuesta mucho trabajo hacerlos, perderlos no cuesta nada. Nuestra filosofía es que si tienes que comer fuera de casa, por lo menos come en familia. Para nosotros los clientes también son familia y hacemos todo lo posible para que se sientan como en casa. Tenemos una relación muy especial con ellos: si falla algún habitual unos días seguidos nos preocupamos por si está bien, nos invitan a bodas, nos cuentan su vida, y nos preguntan a menudo cómo están mis padres. ¡Hasta tenemos platos con sus nombres!: el Miguel Garji es carne asada con patatas, huevos y pimiento; o el bocata Charo que lleva tortilla de patata y boquerones. En las comandas ponemos el nombre de los clientes y ya sabemos qué es lo que les gusta. El consejo de mis padres siempre fue «dad a los clientes lo que querríais para vosotros».

— Se emociona al hablar de su equipo y de sus clientes.
— Es que has de tener en cuenta que, para cuando nos recuperamos de la crisis de 2008, ¡zas!, la pandemia. Entonces los clientes, la familia, nos salvaron. En pleno confinamiento había quién nos encargaba comida para llevar solo por echarnos una mano. Ahora que ha pasado la pandemia resulta que está subiendo todo y, aunque ganemos menos, estamos aguantando los precios todo lo que podemos.

— ¿Qué espera del futuro?
— Querría cumplir la ilusión familiar de pisar los cinco continentes juntos (ya solo nos faltan dos y a África iremos pronto). También espero retomar algún día, al jubilarme, mi afición por la pintura y por la confección. Mi ilusión es tener un estudio con una máquina de coser, un caballete y mis pinturas.

— Esta faceta creativa la tiene un poco escondida.
— Mi gran creación son mis hijos. Pero sí que es verdad que estuve en Artes y Oficios estudiando moda. Se podría decir que soy una diseñadora frustrada, no tuve el valor suficiente (ríe). Mi hija también ha salido creativa, le encanta el mundo del manga y hace unos dibujos maravillosos. Se abrió un Tik Tok y en poco tiempo ya tiene ¡180.000 seguidores!.