Cati Riera fente al restaurante Can Alfredo. | Toni Planells

Cati Riera (Santa Eulària, 1947), de can Mayol, de Santa Eulària. Ha sido cocinera en Can Alfredo, restaurante que regenta su marido, Joan. Pero su vida laboral va más allá de Vara de Rey, ya que regentó una tienda de lanas durante casi dos décadas en plena calle Aragón, delante de Santa Cruz.

— ¿Dónde nació?
— Nací en Santa Eulària, un 14 de febrero de hace ya 75 años. Y mira como estoy, si ves que estoy negra no es del sol y la playa. ¡Es de la cocina! (ríe).

— ¿A qué se dedicaban en su casa?
— En mi casa éramos de can Mayol, los de Santa Eulària. Éramos mayorales de una finca enorme que era de Don Mariano Montero y estaba al lado de s’Alamera. En frente estaba la finca que llamaban Can Beya, que era de su hermano y que la fue vendiendo por parcelas. En la finca trabajaban dos de mis hermanos y un mayoral. El tercero de mis hermanos, Miquel, había emigrado a Argel, como mi hermana Esperança. Miquel fue el primero en emigrar, fue a Argelia en un llaüt, de la misma manera que están viniendo ahora ellos en patera. Mi padre, Joan, era taxista, fue el primer taxista de Santa Eulària. Cuando veía que pasaba el barco por delante del pueblo se subía al coche y se iba a Vila para hacer de taxista.

— Siendo mayoral, su padre tenía coche propio, ¿cómo pudo permitírselo?
— Mi padre era un hombre muy espabilado. No te lo sabría decir. Cuando yo nací ya lo tenía. Era un Esquiner (creo que se llamaba así), negro. Lo tenía siempre impoluto.

— Me ha hablado de sus dos hermanos que trabajaban en la finca y de dos más que emigraron a Argel, cuántos hermanos eran?
— Éramos seis, pero ahora solo quedo yo. La mayor era Esperança, después Pepa, Miquel, Joan, Pep y la pequeña que era yo. Todos mis hermanos acabaron por ser taxistas.

— ¿A qué se dedicaba usted?
— Yo a mis labores. También iba a ayudar a la carnicería que montaron Pepa y Miquel a la vuelta de Argel. Allí vendíamos los yogures que nos traía Juanito de La Bomba, quesos, helados. Por la tarde me iba a coser, pero no por comisión, como modista. Entonces todo el mundo bordaba por comisión, pero coser como modista, no era todo el mundo que supiera hacerlo. Yo iba a coser al lado de casa me enseñaba Eularieta de can Costa. En aquellos tiempos había que ser aprendiz de todo y maestro de nada. Si necesitabas algo, aprendías a hacerlo.

— Aparte de la clientela del pueblo, ¿tenía ya la clientela cosmopolita que trajo el turismo?
— Sí, ya venían algunos. Como Nina y Frederik, un dúo de cantantes famosos en esos años. También venían mucho Mary y Rolph Blackstad que entonces tenían a los niños pequeños. No sé como se apañaba, pero les compraba helados,    que yo les envolvía en papel de periódico,    y llegaban hasta Morna.

— ¿Hasta cuando estuvo trabajando de esta manera, entre la carnicería y cosiendo?
— Hasta que me casé con ese boniato... pero eso no lo pongas, que    Joan y yo llevamos 50 años casados y no vayamos a estropearlo ahora (ríe). Tú ponle flores y violas, que así estará contento (ríe).

— ¿Dónde iban de fiesta en la Santa Eulària de su juventud?
— Sobre todo a Ses Parres. Era una sala de fiestas a la que venían de Vila y de todos lados. Allí tocaba siempre alguna orquesta, entonces no había discos que pinchar. A veces venía Sixto López y cantaba algunas de Frank Sinatra. No te creas que habría muchas más salas de fiesta en esa época. Estaba Las Dalias y, más tarde, hicieron otra en el hotel Sa Cala. En Ses Parres fue dónde conocí al ‘niño de la Vespa’, Juanito de Can Alfredo. Tuvimos un festeig un poco raro. Cuando mis amigas iban con sus novios yo iba sola porque Juanito estaba trabajando, y cuando podía venir salir no venían nadie más porque eran otras horas. Estas cosas ahora no las aguantaría nadie. Ahora no se aguanta ni un pedo, y, por un lado, me parece muy bien: hay pedos que no hay que aguantar. Pero, por otro lado, no aguantan nada hoy en día.

— Cuando se casó, ¿fue a Vila y trabajó siempre en Can Alfredo?
— Me vine a Vila, claro. Estuve en el restaurante, pero también abrí una tienda de lanas delante de Santa Cruz, la de Pinguin Esmeralda. La tuve muchos años, desde el 77 hasta mediados de los 90, si no recuerdo mal. Pero es que antes se tricotaba mucho, aunque fuera para entretenerme, ahora ya no lo hace nadie. Sale más a cuenta comprar la prenda hecha que un ovillo de lana.

— ¿Combinaba la tienda de lanas con el restaurante?
— Sí. Cuando cerraba a la una y media iba al restaurante y allí hacía lo que hiciera falta. Era la correturnos, a mucha honra. Cuando cerré la tienda entré a la cocina. Entre lo que aprendí de mi madre, que guisaba muy bien, lo que me enseñó mi suegra y los años que he estado aquí clavada he llegado a aprender. Esta casa lleva 80 años abierta con la misma familia. Si quieres una pizza o un sushi, aquí al lado te lo harán. Pero aquí hacemos cocina ibicenca, así que cada vez que viene alguien nuevo le enseño como se hacen las cosas aquí. Hay otras cosas que sigo haciendo yo misma: la salsa de Nadal, el cuinat y algunos platos de estos. Las cosas bien hechas no son caras. Lo que es caro es hacer las cosas mal.

— La gastronomía ibicenca vive un momento excepcional, ¿no cree?
— Así es. Además, ahora que vivo mucho más tranquila y hago un poco lo que quiero, he podido ir a Madrid Fusión o a Fitur con los mejores chefs de Ibiza para presentarles la cocina ibicenca. Les encantó. La pena es que me pille con 75 años y no con 60, porque lo disfrutaría todavía más.

— Sus hijos, ¿siguen en el negocio?
— No. Mi hija, Núria, estuvo un tiempo en la cocina pero lo dejó. Ella es bióloga y su hermano, Alfredo, es ingeniero industrial y vive y trabaja en Barcelona.