Joan, de Can Moreres, en un momento libre de su trabajo. | Toni Planells

Joan Carles Marí Marí (Eivissa, 1988), junto a su gemela, regenta uno de los negocios de playa veteranos de la isla, que se sigue gestionando desde la misma familia que lo fundó. Se trata de la familia Marí y del restaurante Tropicana en Cala Jondal, que gestionó su tío durante décadas.

— ¿De qué casa es usted?
— De Can Moreres. Mi padre es Joan Moreres y mi madre, Maria de Can Gibert, que es una casa que hay un poco más arriba de Can Domingo. Mi padre ya está jubilado, era albañil y estuvo trabajando durante muchos años en Aguas de Formentera. Mi madre siempre se ha ocupado de la casa, del huerto, de las gallinas y de los animales que tenemos por ahí, sin olvidarnos de su huerto, que cuida cada día.

— ¿A qué se dedica usted?
— Lo que suelo responder a eso es camarero. Podríamos decir que ese es mi oficio. Pero a lo que me dedico de lleno es a llevar un restaurante junto a mi hermana, Maribel. Gestionar un restaurante como el Tropicana es, mentalmente, tan duro como lo es, físicamente, el de camarero. Es como si tuviera el físico y el mental.

— ¿Cómo surgieron estos dos oficios?
— El físico fue cuando, a los 16 años, llegó el verano y mi padre me dijo que, para hacer algo de provecho, me fuera a ayudar a mi tío, Toni Moreres, al restaurante de Cala Jondal. Ese fue mi primer trabajo y, aunque tardé un tiempo, me di cuenta de que ese era el trabajo que quería para mi vida. No he trabajado nunca en otro lugar y espero jubilarme haciendo lo mismo. Adoro servir a la gente.

— ¿Siguió estudiando?
— Sí. Trabajaba durante la temporada de verano y, cuando empezaba el curso, me incorporaba a las clases en el Algarb. Antes estudié en el colegio de las monjas de Sant Jordi. Acabé el instituto (bueno, me quedaron Catalán e Historia de España) y me fui a Palma a estudiar a la Escuela de Hostelería. Todavía no tenía claro que me quería dedicar a esto de por vida, pero me gustaba y estuve cuatro años allí, sin más ambición que la de aprender lo que me gusta. También estudié algo de cocina, que no se sabe nunca lo que puede pasar en el futuro.

— El restaurante, ¿lo abrió su tío Toni?
— Sí. Lo abrió él y lo llevó siempre él, pero es de mi madre. Era por el tema de las herencias. Antes se repartían las tierras en función de su calidad entre los hombres y las mujeres. Los hombres, las mejores tierras y, las mujeres, las peores. A mi tío, Pep, le tocaron las tierras de la parte de Sant Josep, que eran las mejores. Las peores eran las de al lado de la playa, donde a penas se podía sembrar algo. Esas fueron las que le tocaron a mi madre y donde ahora está el restaurante, que se construyó en el 88. Unas semanas antes de que naciéramos mi hermana y yo. Mi madre nos tenía a nosotros recién nacidos y mi padre tenía su trabajo en Aguas de Formentera, como mi tío Toni era el que de verdad tenía experiencia (llevó el bar Ses Botes toda la vida) en hostelería, lo más adecuado fue que lo llevara él. Lo llevó durante 26 años, hasta 2014.

— ¿Podemos decir que su tío fue su primer maestro en la hostelería?
— Se podría decir, sí. Pero de los de la vieja escuela: rollo ‘apáñatelas y a martillazos’, a base de voces y mano dura. A veces eso parecía un gallinero. Aprendí del modo de trabajar en familia y ‘a la antigua’ una fortaleza que no hubiera aprendido de otra manera. Trabajábamos 14 o 15 horas cada día de lunes a domingo. Sin librar y sin quejarnos. Ahora, trabajar diez horas, no es nada, ¡calderilla! (ríe). Tampoco se cobraban muchos finiquitos, el rollo familiar y ‘a la antigua’ también implicaba las condiciones laborales.

— Ganaría usted dinero...
— A mí me parecía que sí. Recuerdo mi primer sueldo, ese sobre lleno de billetes de 50 euros que iba contando en el coche de mi padre. Nunca había visto 1.000 euros juntos y, de cero a 1.000 en un momento, me parecía un dineral. Con la perspectiva del tiempo, me he dado cuenta de que el sueldo era, también, ‘a la antigua’.

— ¿Sigue usted con este sistema de ‘la vieja usanza’?
— Ni hablar. Tengo una filosofía muy distinta. Desde mi experiencia sé perfectamente lo que es el trabajo y no se me cae un anillo a la hora de hacer cualquier cosa. Eso me sirve mucho a la hora de gestionar el restaurante, que ya te digo que me da más dolor de cabeza que hacer de camarero. Es mucha responsabilidad tener hasta 60 empleados.

— ¿No parece un gallinero?
— (Ríe) ¡No!. La verdad es que hemos crecido bastante estos últimos años y estamos en un momento en el que estamos yendo a más. Justo cuando pienso que deberíamos ir a menos. Es más: quiero ir a menos. No solo en lo profesional y concreto sobre mí, hablo de la isla en general. Ibiza necesita decrecer, hay unos recursos limitados y hay que decir basta en algún momento. Entiendo que es complicado decir a partir de qué punto hay que decir basta, no lo sé. Pero lo que parece un gallinero es la isla.

— ¿Cómo ha cambiado Cala Jondal desde su experiencia?
— Como el vecindario. Para bien o para mal hay que reconocer que nuestro vecino, el Blue Marlin, ha popularizado Cala Jondal como no había pasado nunca. Los antiguos vecinos, el Yemanyá, también trabajaron muy bien, pero ahora, la playa ha pasado de ser una playa de códols, incómoda, a la que casi no venía nadie a estar en el foco internacional. Odio el concepto de Beach Club (aunque reconozco que lo usamos en su momento), pero yo diría que el primero que hubo en Ibiza fue el Tropicana. Odio ponerme medallas, pero, en todo caso, eso sería cosa de mi tío.

— Es gemelo con su hermana y hoy se ocupan los dos del negocio, ¿siguió ella el mismo camino?
— Sí. Ella hacía las temporadas un poco más cortas que yo. Era porque ella estudiaba diseño gráfico en Mallorca y empezaba el curso antes que yo. Todos los veranos los hicimos los dos juntos. Nadie se salvaba, nunca hubo ningún tipo de discriminación. Maribel se encarga más de la parte del chiringuito y yo, de la parte del restaurante.

— ¿Qué espera del futuro?
— Yo soy un tío moderado. Solo soy extremista con la música: me gusta el metal (ríe). Lo que me gustaría es sostenibilidad, moderar el volumen de Ibiza cuanto más, mejor. Cuidar del buen turismo, queramos o no, vivimos de eso, pero sin prostituir la isla. No podemos ir a más y más. Hay síntomas evidentes de excesos, de incomodidades, de falta de servicios. O hay mucha demanda, o faltan servicios, o un poco de cada. ¿Sobran turistas, o faltan taxis?, ¿faltan mesas, o sobran clientes?. Yo prefiero (y lo he hecho) servir 200 mesas bien atendidas, y que me den las gracias, a atender a 400 y tener que pedirles perdón. Hoy no se perdona. No se puede facturar y facturar a toda costa. Estoy hablando de mi negocio y, a la vez, de la isla.